Reseña: L’atelier (El taller de escritura) – Fantasma escritor

L’atelier comienza con un prólogo extraño: un guerrero élfico camina por un prado. El personaje es virtual, lo comanda Antoine (Matthieu Lucci) y es parte del videojuego que este personaje juega. No va a ser la primera vez que la secuencia tome lugar dentro del juego que juega el personaje, puesto que hay veces en donde también asistimos a sus variantes entre las que encontramos juegos (vía consola o PC) de role-play, lucha o guerra. En la película, estos juegos de video sirven básicamente para matar el aburrimiento, aun cuando uno tienda a olvidar que son, en estricto rigor, la posibilidad de adoptar un rol con ciertas funciones dentro del juego que le sirve de contexto. En la guerra, en el combate cuerpo a cuerpo y en la aventura fantástica, el uso de la violencia es, a todas luces, fundamental. Porque permite defenderse de los enemigos, sobrevivir a la tarea y pasar al siguiente desafío.

No deben olvidarse estos detalles para disfrutar de este último film de Laurent Cantet, cineasta contingente y ganador de la Palma de Oro hace diez años por Entre les murs (2008) película entrañable, asombrosa y necesaria que se adelanta a cómo la migración se volvió protagonista de todo lo que podamos y podemos decir sobre los últimos años. En L’atelier, de hecho, hay un poco de eso.

Siete jóvenes franceses, heterogéneos en su composición étnica, comparten el verano en un taller de escritura creativa en una provincia de la costa mediterránea bajo la supervisión de una escritora reputada, erudita y parisina. Cantet pareciera empeñarse en ser lo más diverso posible en la representación fenotípica de sus personajes, tanto en términos raciales como religiosos y de género. Quizá la construcción de pequeños entramados multiculturales sea muy parecido a cómo, probablemente, él sienta que su propia sociedad se organiza.

Todos los adolescentes deben armar, colaborativamente, una novela que tenga al lugar donde viven –una provincia con atracciones muy vinculadas a su funcionamiento productivo costero y portuario– como centro de la trama y puntal de la acción. Deben, por lo tanto, negociar en base al consenso cuáles son los elementos más interesantes para dar agilidad a una narración de suspenso. Entre todos, Antoine (el personaje de los videojuegos) destaca por ser un miembro aventajado, pero controversial y oposicionista: no está de acuerdo con los giros que los otros compañeros proponen y se niega rotundamente a mezclar la acción de la novela con algún ingrediente político que pueda aportar dinamismo.

A-político: no meterse en política como si fuese posible estar fuera.

Cantet y su protagonista –la escritora que lidera el taller– se interesan por este personaje. Porque entre su laconismo sospechosamente calculado se ocultan simpatías informales por algunos idearios marcadamente neofacistas. Cantet, desde ahí, da pistas sobre la emergencia de la sensibilidad nacionalista y cómo, en su camino, esta va materializando sus adhesiones. Antonie es un joven apático pero gentil; severo pero afable. Un chico singular y no necesariamente peligroso que, digamos, se entretiene con la violencia: con ejecutarla en hazañas virtuales y también con representarla en noches de borrachera. En definitiva, juega a la violencia. El tema es que, en ocasiones, llega a justificar sus razones de maneras peligrosas.

La película adopta el punto de vista casi todo el tiempo en él: en sus motivaciones. Y es ésta apuesta la que le otorga a la película agilidad y tensión dramática. El director se va a la provincia de la capital para preguntarse por cuáles son las impresiones que se manejan respecto de las problemáticas sociales que desangran al país: el radicalismo islámico, los atentados terroristas y la convivencia entre ciudadanos franceses diversificados étnicamente. Lo hace desde los jóvenes precisamente porque ellos son el resultado de esta amalgama: descienden de migrantes y constatan los problemas –siendo ellos franceses– desde esa matriz identitaria.

L’atelier, entonces, es una película que se consagra a problematizar lo social. Desde una perspectiva que busca, por una parte, identificar cuáles son las principales controversias del multiculturalismo de una nación europea que opta por la integración y la convivencia armónica de la diferencia. Pero que también –y eso es quizá lo que la torna valor a una puesta en escena reposada, muy diálogica y cuasi-documental– apuesta de una manera original (y tal vez demasiado esclarecedora) por identificar las motivaciones de jóvenes anómicos desorientados ante cierta indignación amorfa. En este sentido, L’atelier también es un homenaje a la escritura como modalidad de redención, como mecanismo que permite, por fortuna, si no anular, al menos domesticar toda fantasmagoría. Algo así como escribir como salvación pero también como una táctica para volver a mirarse dentro del mundo.

L’atelier (2017, 114 mins.) Laurent Cantet, Francia

Marina Foïs, Matthieu Lucci, Isaaam Talbi, Marianne Esposito, Mamadou Doumbia

 

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ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.