
Uno de los méritos que tiene Nanette –uno de los tantos stand-up comedy que pululan más o menos inadvertidos por Netflix– es ése: hablar y referirse a la complejidad de la experiencia humana de una manera completamente innovadora, con los mismos ingredientes de siempre.
El stand-up comedy es un género que tal vez descubrimos tarde. De origen y desarrollo más anglosajón que otra cosa, es un formato del que sólo nos llegaron unos cuantos fragmentos repartidos entre las rutinas de estelares noventeros de turno y las bondades de la naciente televisión pagada. Sin embargo, no podemos negar que gran parte de la manera que tenemos y tuvimos de consumir humor tiene que haberlo tenido como inspiración. Es curioso pensarlo: que la comedia haya partido y se haya desarrollado, pero que siempre tenga que ver con contarnos un cuento.
Dicha excusa –la necesidad de nutrirnos de historias– estaría detrás de que no podamos ni queramos olvidar los buenos chistes que nos contaron por primera vez, ni la química que experimentamos cuando alguien es capaz de contarnos historias hechas de chistes. Por ende, no es casual que este formato –alguna vez vanguardia– se haya vuelto la modalidad más reconocida, repetida y redituable de consumir humor en el siglo XXI.
Ahora bien, habría que convenir, para efectos del formato en cuestión, que una persona parada hablando de cosas divertidas puede entretener bastante, pese a que no sea precisamente una situación muy original. Todos, de hecho, lo hacemos constantemente con mayor o menor talento. Y por ahí quizá está el tema: como volver distinto lo que vemos en todas partes y hacemos en todos lados.
Uno de los méritos que tiene Nanette –uno de los tantos stand-up comedy que pululan más o menos inadvertidos por Netflix– es ése: hablar y referirse a la complejidad de la experiencia humana de una manera completamente innovadora, con los mismos ingredientes de siempre. Porque da la sensación de que la historia recurre lo menos posible a esas caricaturas que aplanan y consumen la realidad dinámica y vívida de los fenómenos. Nanette, desde esta perspectiva, es pura vitalidad.
En principio, partamos de la base de que el título remite a una musa fallida en la biografía de la protagonista. Una inspiración necesaria pero truncada. Su creadora, Hannah Gadsby, es comediante, lesbiana, soltera, australiana y angloparlante. Es valioso e interesante que estas categorías para describirla o nos quedan chicas o no nos sirven para nada, porque Gadsby es capaz de hacer lo que Judith Butler en algún momento profetizó como posible: ser es volverse flujo, representarse constantemente sin perder la posibilidad de volver a hacerlo. Ser todas las cosas pero también ser mucho más que todo lo contrario.
Su relato inicialmente es bastante tradicional dentro del género: partir hablando de cómo es ser lesbiana y colocar, en su salida del closet, el origen de las risas. Sin embargo, su experiencia se distancia de este punto de partida (cosa que veremos constantemente en su relato). Ya que ese lugar sólo le sirve en la medida de que todo relato necesita ampararse en una posición para, de ahí en adelante, poder salir de ella.
Por otro lado, su monólogo es cómico en la medida que se coloca en una vivencia disidente frente a un grupo de por sí ya disidente. Gadsby innova al tiempo que entreteje mordazmente la posibilidad de reírse de un grupo que al le adjudican –desde dentro y desde fuera– majaderamente su pertenencia. Porque Hannah representa y no representa, al mismo tiempo, a las lesbianas de quienes se ríe. Se ubica en un borde, en una bisagra que le permite bifurcarse cuando lo estima conveniente. Justamente logra ser capaz de convertir al humor en la única salida posible al zapato chino que a veces se vuelve la identidad y su política, demostrando que las identidades son tal vez posiciones más que esencias inmanentes. Y que hacernos creer lo contrario no sólo es perverso, sino que también aburrido.
Y es de ahí en adelante –cuando abandona la necesidad de articular sin negar una militancia– el momento en donde realmente destella. Gadsby ejecuta un ejercicio deconstructivo –palabra siútica, pero de moda– no sólo en torno a su propia condición, cuestión que podríamos intuir. Sino que también respecto de su quehacer cómico. Hacer comedia es hacer reír pero es también la posibilidad de entender que la comedia es un formato más, una plantilla sobre la cual inscribimos lo que nos pasa. O lo que inventamos que a los otros les pasó.
Por eso nos resultan tan desgarradores sus intentos fallidos aunque necesarios de abandonar la comedia. Porque Gadsby rastrea ahí, en ese arte tan antiguo como la civilización misma, su falla estructural: la posibilidad terrorífica de que la risa esté fundada en un ejercicio devaluativo. Reírse de uno mismo es necesario, pero también –como toda disciplina– abre una grieta muy legítima en quienes no están preparados o no entienden su propósito. Se ha hablado mucho sobre este punto, en torno a cómo la comedia es un ejercicio de auto-humillación útil para constituir un lugar desde donde validar lo que se dice. O para validarse desde lo que se dice. El debate queda abierto, y Gadsby, acertadamente, no propone ninguna solución, pese a que deje la sensación de que cierra el tema con lo que mejor sabe hacer en su monólogo: cerrando con el silencio que antecede a un cambio de tema que se nota pero que no necesitamos pedirle que lo explique. Como todo buen chiste, tal vez.
Cabe señalar que el eje desde el que arma su monólogo es, por decirlo de alguna forma, bastante rebuscado. Licenciarse en Historia del Arte no te convierte necesariamente en comediante. Aunque en este caso las Bellas Artes proporcionen el material suficiente para hacer pensable al humor desde ahí, al dotar dicha Historia de un sentido profundamente –transgresoramente– cómico. Ahí Gadsby rompe con otro estereotipo anquilosado: el arte como historia sagrada y circunspecta. Que es un poco lo que ha generado esto de que tengamos que mirar –o presentarnos ante la experiencia estética– a partir de pinturas colgadas en espacios que asemejan mausoleos (o que lo son). El arte puede ser perfectamente cómico si atendemos a su historia caótica o sus personajes inverosímiles. Cosa que entendió primero que muchos, por ejemplo, Raúl Ruiz, por nombrar a uno que le dedicó tiempo a esta cuestión.
La iconoclastía indecorosa de Gadsby subvierte muchas cosas, entre las cuales quizá la más importante sea justamente la causa que ella defiende sintéticamente oponiéndose a la figura de Picasso: el hombre que comete el error de pensar que hablar desde él era hablar desde todos los lugares posibles. Y afortundamente no sólo es eso, porque el monólogo de Gadsby huele y sospecha que ortodoxia, totalitarismo y ceguera hay en todos partes y no sólo donde nos imaginamos que siempre aparece. Hay evidentes y ácidas críticas a la masculinidad maltrecha y abusante, pero desde un enfoque que es tal vez más ingenioso y afilado que el ruido ensordecedor. El chiste y la parodización del hombre blanco (antiguamente, centro del mundo) se vuelve el señuelo perfecto para hacer caer al espectador en el juego de máscaras que supone todo relato o toda retórica. Es cierto, hay legítimo enojo e ironía en su relato –también en su vivencia– aun cuando Hannah sea conciente de que ese es un mero primer paso, o una vivencia necesaria pero pasajera que debería entenderse como tal. Un dato de la causa, y no la causa del dato.
Y finalmente, la tenemos a ella: Hannah en tanto persona. Su humanidad como presencia es también su lugar como testigo de la posibilidad cierta y punzante de que, al final del camino, uno siempre es más que lo que han hecho de uno. Hannah hace de su tránsito y de su vivencia una manera disponible de hacer carne lo traumático: contándonoslo. Gadsby es sobreviviente pero antes es persona, el testimonio vivo y vívido de una mujer atribulada pero no entendida exclusivamente desde eso. Pensarla víctima es no entender nada de lo que dijo: porque justamente somos todo y mucho más de lo que pensamos que actúa sobre nosotros mismos.
Hannah Gadsby nos arrebató una hora de nuestro tiempo, pero no sólo a nosotros, sino que a la comedia que pensábamos, a la masculinidad patriarcalizada a medio morir saltando, y a las políticas de la identidad en las que cómodamente descansábamos. Para dejarnos donde mismo, ahogando un suspiro y sin derecho a replicar: porque nos pilló totalmente desprevenidos. Es claro: como dicen por ahí, no ha pasado nada. Pero tal vez, de aquí en adelante, nada será como antes.