Reseña: On body and soul – La vida es sueño

Maria (Alexandra Borbélv) es rara. Aunque eso no es lo que molesta de ella, sino que es estricta y malintencionadamente arisca. Eso deben pensar quienes trabajan con ella. Todos. Menos Endre (Géza Morcsánvi), gerente de Finanzas, hombre solitario, cansino y, para colmo, tullido. Convengamos que eso, estar tullido, no es precisamente una rareza. Lo raro, de hecho, es la singularidad incómoda de verlo cargando un brazo inerte. Ambos trabajan en una faena, que es una forma ingeniosa aunque mentirosa de denominar la labor de descuartizar vacas para transformarlas en bistecs (esta película, de hecho, nos recuerda eso sin mucho escrúpulo casi al inicio, con un plano, por decirlo de alguna forma, explícito). En paralelo a la narración sobre la pareja que trabaja en este matadero, se nos presenta intercalada una secuencia sobre dos ciervos en un bosque que beben agua del río. Todo esto mientras se miran, a lo sumo, de reojo; en una disposición que tiene mucho de prudencia furtiva pero también de cierta espera más bien ansiosa. Tal vez, en algún momento, se nos ocurra pensar en esos ciervos cuando veamos las miradas que se refractan tras los ventanales desde donde los dos protagonistas se buscan con curiosidad. Porque, curiosamente, esos ciervos son parte de un sueño que Maria y Endre, sin saberlo, comparten. Acaso la única forma disponible –por metafísica que suene– en la cual logran habitar juntos un espacio por más de cinco minutos seguidos.

Ambos buscan unirse, pero el esfuerzo por hacerlo los separa.

La cinematografía húngara es pequeña si la comparamos con los centros industriales más influyentes de Europa: Francia, Alemania, en menor medida Grecia o recientemente Rumania. No obstante, de cuando en cuando se permite sorprender al espectador promedio de algún festival o al jurado vanguardista de alguna premiación. Fue hace casi 40 años cuando István Szabó se llevó el Oscar con Mefisto (1981); hace mucho menos, White God (2014), de Kornél Mundruczó y Son of Saul (2015), de László Nemes, fueron portavoces vigorosas del potencial estético e historiográfico de esta industria en Cannes y los Oscar, respectivamente. Y bueno, no se podría hablar de húngaros sin mencionar al sempiterno Béla Tarr, realizador legendario, tan selecto como inescrutable.

Ahora bien, es bien poco lo que deducimos que aluda a Hungría en On body and soul –ganadora del Oso de Oro ante Una mujer fantástica en el Festival de Berlín pero perdedora al competir por el Oscar extranjero ante, justamente, Una mujer fantástica– porque la película abandona su nacionalidad cuando se plantea filmar, en principio, una historia más bien convencional: la crónica de la unión entre dos seres solitarios y ensombrecidos. Aunque esta historia de amor también es una excusa que le permite a la directora hacer otra exploración, más lúcida, ingeniosa y preciosista, sobre tres temas íntimamente relacionados entre sí: la sensorialidad en la relación del sujeto con su entorno físico, la palabra como descriptora de expectativas que aprisionan, y la necesidad de todo amor de vivirse y descanzar en las ficciones que se inventa. En el fondo, mostrar los retazos con los que se arma la vida y sus respectivas ficciones.

El material del alma, dirán algunos.

Cada uno de las cuales se aborda con genialidad formal, pericia narrativa y candidez visual.

Porque uno de los atributos más logrados del film de Ildikó Enyedi –y que podría pasar perfectamente desapercibido en otra película– dice relación con el lugar que ella le otorga, en todo momento, a la sensorialidad de los personajes. Vale decir, a la forma como los objetos se relacionan con los personajes y viceversa. Lo que pareciera ser un mero truco de sonido termina armando una verdadera sincronía sonora: la punta del lápiz, el bretel del sostén, la cadencia del goce erótico o la leve inclinación de una pantufla dejada a los pies de la cama de una plaza se vuelven elementos necesarios en la comprensión no sólo de Maria –mujer atenta que carga con la fatalidad de percibir demasiado– sino que de todos los personajes. En el modo como filtran, en sus vidas cotidianas, lo relevante de lo que no lo es. Ildikó nos sorprende pero también nos defrauda, porque concluye con su puesta en escena que en el mundo suceden muchas cosas que –por algún designio bizarro de la evolución– se nos pasan por alto. Y que ella, con su cámara, al prestarles atención, hace que nos hagamos conscientes de dicho olvido involuntario. De hecho, el mismo sexo del filme lo confirma: hay veces en las cuales estamos tan rodeados de detalles que la vivencia de todas esas acompasadas sinfonías sonoras y sensoriales se nos escapan de la consciencia.

Un segundo elemento se articula con destreza en torno a las distinciones entre lo que los personajes viven como real y lo que, al contrario, deciden contarse como si fuese lo real. La historia de Maria y Endré –cuya sincronía la vemos incluso a propósito de la fábula que nos cuentan que sucede en sus sueños– también se arma desde la mismísima secuencialidad de los planos que detallan sus vivencias. Viven separados pero el montaje los junta. En el trabajo, ambos construyen una relación que abunda en unos formalismos que sólo abandonan cuando, paradójicamente, la consciencia –o la vigilia; o la lucidez– los abandona. Ambos buscan hacer de la vivencia del sueño su propia dosis de realidad. Que les sirva para enajenarse de una racionalidad cotidiana que los contamina con diplomacias o protocolos de los cuales, de hecho, ninguno de los otros personajes se libera. Es una relación que destella sólo cuando ellos duermen. Siendo ellos, en el sueño, meros ciervos. Maria y Endre se aferran a ese sueño-conexión porque probablemente es lo único a lo que pueden atenerse.

Por otro lado, es interesante y elocuente que los personajes hagan de la deseabilidad social –esa típica costumbre de comportarse según lo que se espera– una especie de forma de ser sucedánea, pero para ellos verdadera. Impostura que la arremetida de una psicóloga exhausta se encarga de develar: porque frente al sexo y a la propia intimidad muchas veces levantamos ficciones que nos protegen de exponernos frágiles, imperfectos y caóticos. En este sentido, Ildikó se vale de un guión austero que en ocasiones satiriza estos intercambios en los cuales los personajes dicen cosas de ellos mismos que siempre terminan contradiciendo aquello que, justo antes, afirmaron con vehemencia. Porque los sujetos se atrapan y terminan perdidos entre las hebras desperdigadas de sus propios deseos. Urden tramas de las que se vuelven rehenes.

En este mismo sentido, el poder de la pareja también va más allá cuando justamente logra trascender ese misterio del sueño mutuo. El tono, la mística, el ritmo y la complejidad de esta relación metafísica es acaso la mayor exploración del film, porque demuestra –qué paradoja– la necesidad de los afectos de unirse en las ficciones: en la irrealidad de lo que no existe como tal sino más allá de lo que nuestra cabeza nos impone. Necesitamos de guiones, de ficciones y de mapas para vivir con otros, y precisamos de fábulas, de ensueños, para vivir la realidad de nuestras propias emociones. On body and soul quiere a sus personajes, respeta sus fracturas, acompaña sus errores y lo demuestra con una cinta querible, compleja y elocuente en torno a cómo los sujetos, heridos y no tanto, necesitan, ante todo, re-construirse en comunión.

On body and soul (Teströl és Lélekröl) (2017, 116 mins.) Ildikó Enyedi, Hungría

Alexandra Borbély, Géza Morcsányi, Réka Tenyi, Ervin Nagy, Éva Bata

11193943

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.