Shazam divierte y funciona más que muchas otras con las que comparte marca de fábrica, pero a veces peca de confiar demasiado en el impulso impetuoso que no se preocupa, la larga, de aguantar hasta el final.
Shazam, como justo exponente de un género que a veces se acuerda de reinventarse, parte con la presentación de su antagonista, Thaddeus Sivana (Mark Strong) a partir de un prólogo que cómodamente podría haber salido de otra película por la atmósfera pretérita que sugiere y la tonalidad sombría que utiliza. Dicho flashback es la introducción a la excusa traumática que atrapará, de ahí en adelante, al villano en su melancólico sino. Que en este caso es algo así como la cárcel que representa, para él, padecer las expectativas de otros. En concreto, de un hermano medio matón y un padre indolente que en fondo son los dos ingredientes de un mismo plato.
Pasa que el villano (que en ese momento no sabe que lo será) es, de acuerdo a los códigos que la película le depara a sus personajes, abducido y transportado hacia un mundo en donde hay un anciano (Djimon Hounzou) que le espera. Entre otras cosas, este hechicero envejecido y afrodescendiente le espeta a nuestro antagónico que no es digno de poder alguno, porque ni tiene el corazón puro ni está a la altura de lo que requiere de él. Son 15 minutos lo que nos toma conocer completa la primera gran tragedia que Shazam nos expone: la de un villano que lo es justamente por no contar con la dignidad suficiente de estar a la altura.
En definitiva, Sivana es un tipo que padece el destino fatal de vivir intentando hacerle caso a la imagen que otros crearon a su semejanza.
Este malo, sin embargo, es no es tan malo; toda vez que mientras pasa el tiempo se vuelve la réplica exacta de muchos otros malos que, como él, no cumplen con la promesa de maldad que sus circunstancias iniciales nos hacen creer desde el principio. Porque más allá de su historia traumática –sugerente pero desinflada– su dilema termina convirtiéndose en una versión caricaturizada que se diluyó apenas despegaba.
Ahora bien, la historia de Shazam, el héroe, sí es más que el villano de turno. Por suerte.
Billy Batson (Asher Angel) se nos presenta como un adolescente huérfano, audaz y errante que comete travesuras que coquetean con la justicia y que vive de escaparse, conforme pasa el tiempo, de las casas que quieren darle refugio. Son los tiempos actuales de una Philadelphia residencial, tal vez clasemediera. Un lugar donde Batson, además, se empeña día tras día en encontrar a una madre que no lo busca. Mientras su destino se vaticina criminal y precarizado, nos lo presentan como un adolescente astuto, vivaz y lozano quien, a propósito del Foster care (sistema de adopción anglosajón) que finalmente le asigna un lugar, vemos llegar a regañadientes a una casa con otros niños como él, a cargo de una familia que se esmera por intentar, con todo lo que disponen, algo así como una vida familiar.
De ahí en adelante, Shazam sigue siendo una historia muy adolescente, sólo que después explora la adaptación del supuesto huérfano a la realidad escolar, familiar y cotidiana de su nuevo contexto. Hasta que la película se acuerda del súper poder que tiene que otorgar y abduce a Billy Batson –sin esclarecer demasiado el por qué– hacia el mismo lugar donde su antagonista, minutos antes en el metraje pero años antes en la narración de la película, apareció. Nuestro héroe, que en ese momento no sabe que lo es, se sabe huérfano y parece tener el corazón puro, por lo tanto es un digno merecedor de la oportunidad de reencarnar al mago envejecido y afrodescendiente para restituir un orden perdido, trastocado por los pecados capitales que Doctor Sivana dejó esparcidos por el mundo.
Y entonces, habemus Shazam: super héroe reencarnado pero también onomatopeya que le permite a Billy Batson convertirse en algo que no es pero que, en ese momento, disfrutará siendo.
En el intertanto, también se acompañará con su nuevo hermano, Freddy, un enciclopédico compañero que las oficiará de representante pero también de ese entrañable personaje secundario que cumple con el deber de acompañar, no exentos de controversia, a nuestro héroe de turno.
Shazam –de acuerdo a esta digresión más o menos sucinta de su primer tramo– es una película cuyo origen y premisa es, ante todo, adolescente. En la medida que sitúa su punto de vista en esa etapa de la vida, articula la excusa del superhéroe con la vivencia ideal del adolescente de querer ser quien no se es del todo. En ese sentido, también se emparenta con algunos otros remakes sub-20 en boga en el último tiempo como Spider Man: Into the Spider-verse (2018), pensando tal vez en los nuevos públicos que precisan de clásicos futuros que consumir cuando envejezcan.
En todo caso, también encuentra, desde esa temática, frescura y un humor que es menos socarrón que algunas de sus películas parientes lejanas, pero que no por eso la vuelve necesariamente tediosa: Shazam hace reír pero con un humor parlanchín, a veces elemental pero por cierto, muy efectivo.
Además de eso, se las ingenia con entretejer una narración desde la identificación del espectador con el súper poder: porque Billy/Shazam se permite jugar todo el tiempo a cómo sería volverse, de la noche a la mañana, un Super Man que descubre las bondades de un poder extraordinario. Lo cual suma más que resta al entretener confiando en el truco de aplicar los poderes a contextos cotidianos. Desde esa perspectiva, Shazam es una película disfrutable porque sitúa eficientemente la película apostando por nuevas formas de reírse de sí misma.
Sin embargo, aquello que podría encontrarse en la frescura de su veta adolescente lo pierde cuando se vuelve, de un momento a otro, un ejercicio repetitivo y edulcorado de convivencia armoniosa demasiado apresurada. Ahí se vuelve gruesa y peca de una ingenuidad que no estaba en la comedida sencillez de sus dos primeros tramos. Porque su mensaje sobre la posibilidad cierta de luchar todos juntos felices y contentos difiere de la profundidad que podríamos encontrar en la lectura sobre diferencia que supone toda igualdad que encontramos en otros exponentes del mismo género, muchas veces comandados por la archirival Marvel Estudios o materializados en la subvalorada, esperpéntica y aún inclasificable Watchmen (2009) de la misma compañía.
Lo curioso de todo esto que la película funciona pero pareciera que en un momento se quedasen sus cartuchos sin pintura. Contexto en donde apuesta por trazos burdos, como si fuese necesario completar el cuadro con lo que quedó, en vez de decidir y apostar por jugar, profundizar, atreverse o arriesgarse un poco más. Lo que no entorpece o boicotea el resultado, aun cuando sí sorprende pensando en la manera que se tiene, sobre todo en el principio, de combinar ingenio y simpleza. Que, por cierto, es muy distinto de ser ingenua y simplona.
Con todo, Shazam divierte y funciona más que muchas otras con las que comparte marca de fábrica, pero a veces peca de confiar demasiado en el impulso impetuoso que no se preocupa, la larga, de aguantar hasta el final.
Reseña de Shazam
Shazam (2019, 132 mins.) David F. Sandberg, Estados Unidos
Zachary Levi, Asher Angel, Mark Strong, Grace Fulton, Marta Milans