Un filme que recupera la idea más elementalmente apasionante de la Física einsteniana para construir una metáfora de unos tiempos en donde tal vez no hay centros y periferias, sino que cada uno es, en paralelo, protagonista de una historia que se juega en simultáneo.
Una sala de clases oscurecida, la proyección en la pizarra, y en ella, la imagen de una mujer científica describiendo con detalle los pormenores un procedimiento experimental. Es un módulo de la clase de Ciencias al que Miles llega –para colmo de una jornada que hasta ese momento no podía ser más desastrosa– con retraso. En ese momento, es interpelado por la profesora que comanda la clase. Y juzgado silenciosamente a través de la mirada inquisidora de la clase completa de ese colegio pagado al que el estudiante hace un rato ya vimos ingresar con una sensación avergonzada de desclasamiento. En ese momento, Miles, el protagonista, invoca, para salir del paso y no sin cierta audacia, los principios de la teoría de la relatividad: precisamente porque el tiempo es relativo, todos los estudiantes, incluida la profesora, pudieron llegar más temprano a la clase y él, por supuesto, llegó más tarde que ellos, pero técnicamente a la hora. Es el resultado de vivir en un mundo que descubrió que el tiempo que puede ser, es muchos a la vez. Nadie se ríe. Salvo una compañera, que de hecho tampoco se ríe, sino que se limita a valorar positivamente su comentario.
Es innegable que la teoría de la relatividad –esa intrincada operativa matemática cuya complejidad muchos iniciados vemos, con algo de suerte, reducida a una fórmula de tres términos– puede prestarse como excusa para bromear sobre los tiempos posibles. Aun cuando 25 años atrás Robert Zemeckis ya hizo de esta idea una trilogía mítica, y que no hace mucho, Christopher Nolan articulara este supuesto a partir de Interstellar (2014) una película enrevesada sobre tiempos que se conectan donde nadie se lo espera.
Fuera de esto, el chiste que Miles pronuncia es una puerta de entrada más que digna a una de las propuestas que componen, de manera sorprendente, todo lo que se juega en Spiderman: Into the Spider-Verse. Un filme que recupera la idea más elementalmente apasionante de la Física einsteniana para construir una metáfora de unos tiempos en donde no hay –y no deberían haber– centros y periferias, sino que cada uno es, en paralelo, protagonista de una historia que se juega en simultáneo. La posibilidad de un mundo lo suficientemente extenso para acoger la posibilidad de que otros mundos y aventuras, semejantes pero distintas, estén de hecho pasando. En suma: algo así como soltar el control forzado sobre las historias que pueden contarse del mundo. Porque en definitiva, mientras en Santiago es una hora, en Brasil es otra. Al mismo tiempo. Que yo esté en Chile y no en Brasil es pura circunstancia: no hace que el mundo de allá deje de existir. Por lo tanto, pensar que mi tiempo es el tiempo es un ejercicio complemente inútil en un mundo donde nos consta que en todos lados hay un tiempo.
En Spiderman: Into the Spider-Verse, entonces, la teoría de la relatividad se pone al servicio de la política de reconocimiento que alguna vez propuso Nancy Fraser, la filósofa feminista. Enhorabuena.
Estamos ante una película profundamente perspicaz, ya que nos cuenta la historia de un súper héroe megaconocido y archimanoseado desde un punto de vista muy particular. Uno que justamente no lo tiene, al superhéroe, como protagonista/centro de la acción. A partir de la referencia que tenemos desde Miles –el protagonista hispano–, nos acercamos a Spiderman/Peter Parker, digamos, por la ventana: desde la mitología que se le ha construido alrededor. Un lugar con el que nosotros, espectadores atiborrados de mercadotecnia del hombre arácnido, sintonizamos porque también es ése nuestro lugar.
De ahí en adelante, la película tampoco defrauda ni a sus convenciones de género ni a los sempiternos y leales simpatizantes que buscan con radar uno que otro caramelo que les saque una sonrisa. De hecho, y sin parecerlo demasiado, la película es mayoritariamente consistente con las versiones de las que recoge su inspiración.
Pero volvamos al tiempo de Miles: después del chiste fallido, su vida consiste en ser adolescente y escolar. Lo que incluye despreciar a su padre policía –que no escatima con avergonzarlo cuando, intransigente y temeroso, se inmiscuye en las facetas de su vida– al tiempo que visitar a su tío supuestamente mala influencia, quien es el único sujeto que, de hecho, parece dispuesto a comprender y empatizar con su propia sensibilidad. Tal vez es él un héroe necesario a quien poder parecerse en una edad en donde se acude constantemente a soportes referenciales a quien emular. En una de sus salidas, al subterráneo del metro para ser precisos, mientras Miles diseña un graffiti en una pared clandestina, es picado por una araña que, obvio, él no advierte de momento, pero que echará a andar toda la narrativa que una picada de ese tipo, en una película de este tipo, puede invitar a desarrollar. Porque hay un empresario poderoso y multimillonario (?) con intenciones sospechosas y una vida escolar y familiar que, paulatinamente, dejarán entrever sorpresas en lo que Miles le depara.
La historia, en ese sentido, tiene de todo lo que uno espera del arco dramático del género. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, en lo que brilla es justamente en aquello que no esperamos que suceda. Toda película cuenta con un cierto cálculo, pese a que siempre habrá situaciones que nos desconcierten. Para bien o para mal. De hecho, ver películas tal vez tiene un poco de eso. Y por eso tal vez las sigamos viendo. El tema es cuando existen, por decirlo de alguna manera, sorpresas desconcertantes que se salen de la expectativa que uno mismo se ha inventado, a propósito de todas las otras películas anteriores inicialmente parecidas que se ha tenido que bancar. Del mismo modo, esta sorpresa no tiene que ver con los giros narrativos efectistas que una película o un thriller por lo general se suponen para espectador, sino que acá la misma idea del inicio –la física con su posibilidad de hacer verosímil la simultaneidad temporal– permite armar un artefacto narrativo innovador porque sacude la historia al tomar el género y hacer lo que probablemente encumbró a Volver al Futuro al estatus de culto: extender las posibilidades de la narración corriendo sus límites. Como si fuese posible, literalmente, salir de las viñetas de la novela gráfica, dentro de la misma novel gráfica. Que no es otra cosa que reconocer y emparentarse con todas las otras novelas gráficas simultáneamente posibles.
Spiderman: Into de Spier-Verse entonces, es una película cuyo mayor artificio formal es hacer, de manera deliberada, una reflexión en dos sentidos: hacia el mismo género del que corre ingeniosamente sus límites, y hacia el mensaje que nos contrabandea por debajo: ese de construir un mundo sin centros. Un origen descentrado. En el fondo, el centro del mundo está en todas partes, y querer hacernos pensar lo contrario no sólo fue una canallada, sino que también es el anticipo de su propia destrucción.
Quizá no sea tan necesario inventar aparatos demasiado sofisticados, dependientes de tecnologías o algoritmos metanarrativos en donde la supuesta innovación formal no es otra cosa que la captura de las decisiones del espectador como otra instancia más de control y cuantificación de las propias preferencias: es cosa de pensar bien una historia y de jugar con lo que los conocimientos –o lo que circula sobre ellos– nos permiten crear. Porque pensar siempre ha sido extender los límites de lo posible. Y de ahí que la elección de esta versión de Spiderman sea tan interesante como necesaria, porque el interés por la divulgación de la ciencia, y por la física en particular –más allá de las limitaciones evidentes por lo poco que podamos saber sobre un tema intrincado– es sencillamente la oportunidad concreta de pensarnos más allá de nuestros límites. Lo que, al fin y al cabo, muchos años atrás pensaron como una aspiración de la ciencia ficción, esta película lo logra con una animación fresca y revoltosa, un villano clásico pero original, un humor incorrecto pero enternecedor –cuyo germen pudo verse en la también sorpresiva The Lego Movie (2014)–, y una propuesta formal que es un verdadero tapabocas para muchas historias empantanadas por la grandilocuencia estéril de sus derrochados presupuestos. Salud por eso.
Reseña de Spider Man: Un nuevo universo
Spider Man: Un nuevo universo (Spiderman: Into de Spider-Verse) (2018, 116 mins.) Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, Estados Unidos
Jake Johnson, Hailee Stainfield, Liev Schreiber, Mahershala Ali, Nicolas Cage