En principio, resulta enigmático que Sofia Coppola haya decidido filmar el remake de una película lanzada hace casi medio siglo ¿Qué tiene de novedoso volver a filmar lo que ya se filmó teniendo una filmografía que, tiene, esplendorosamente, todo por delante? Es probable –y evidente– que Coppola no sólo quiera hacer películas, sino que también busque, de cierto modo, proponer lecturas interpretativas respecto de ciertos acontecimientos que, por muy pasados que puedan estar, no necesariamente significa que no puedan estar presentes. En este caso, dicho interés es más o menos explícito: hay un esfuerzo en El seductor en donde predomina el revisionismo. Una manera poderosa y necesaria de reescribir las historias que tal vez deban serlo: redactarlas nuevamente.
La película que protagoniza Clint Eastwood en 1971 es básicamente el mismo molde: basta con detenerse en el primer plano y en algunos diálogos, idénticos entre sí. Por lo mismo, quizá por ahí se encuentre el valor en esta El seductor: hacer con lo mismo algo distinto. Hacer novedades –o deconstruir, podríamos decir– a partir de los escombros de un pasado anticuado y, claramente, patriarcal.
Salvo por la circunstancia de que ya la filmó, uno podría pensar que dicha película original es material perfecto para hacerla de nuevo. No porque sea un film de calidad deficitaria, personajes acartonados o trama tediosa –todo lo contrario– sino que quizá se justificaba per se como película remake-able. El olfato, la intuición y el radar de Coppola aciertan en descubrir ahí una oportunidad.
Veamos. El seductor se ambienta en el estado norteamericano de Virginia (el mismo lugar donde encallan los colonos ingleses en la animada Pocahontas (1995) y donde, semanas atrás, tuvo lugar la primera marcha supremacista blanca mediáticamente relevante en lo que va de siglo), en los alrededores de lo que vendría siendo un internado escolar y religioso. El lugar es administrado por Martha Farnsworth (Nicole Kidman) quien tutela victorianamente el cuidado, integridad y formación de un grupo de niñas, adolescentes y adultas: mujeres de distintas edades cuyo destino en plena Guerra de Secesión era más favorable dentro de las paredes del palacio que fuera de él. La menor de ellas, buscando hongos por el bosque, al principio del metraje –y justo antes de que se le escape volando una mariposa– encuentra un hombre malherido. El sujeto resulta ser el cabo John McBurney (Colin Farrell), un soldado de la Unión (bando enemigo) quien se descarrió de la tropa, se lastimó gravemente una pierna y finalmente terminó extraviado en el bosque. Lugar donde, milagrosamente, lo acaban de encontrar. De ahí en adelante, la narración circula y se entretiene con explorar los efectos de la presencia de McBurney entre las mujeres del internado y el modo como las protagonistas conviven con ello.
La presencia de un sujeto enemigo, maltrecho y potencialmente deseable por todas las mujeres del lugar es un antecedente con el que cualquier novelista-guionista virtuoso haría maravillas. La historia, en este sentido, se esmera en pormenorizar cuáles son los tipos de vínculos que cada una desarrolla con el personaje: desde la admiración más infantil hasta la pasión más recalcitrante. En este contexto, la mayor fuerza de la narración justamente aparece en el modo como McBurney va configurando las respuestas a su presencia con sus intervenciones, explícitas o subterráneas. En este caso, las intenciones y respuesta de cada una y de todas juntas son virtuosamente expuestas a través de diálogos sugerentes acompañados de gestos cadenciosos recíprocos.
Sin embargo, la película abandona en algún momento la narración y apuesta por una construcción más bien alegórica: el énfasis en las atmósferas y las transiciones que superponen las dicotomías entre civilización puertas adentro versus barbarie puertas afuera o deseo indomable versus razón contenedora, dan cuenta de una motivación de la realizadora más bien en el carácter interpretativo de la historia que en la narración en sí. Como si la película explicitara en cada plano su carácter de fábula, de medio para entender sentidos que sólo son perceptibles desde lo que inducen a pensar. Esto no es ni una flaqueza ni un defecto formal: sólo es la constatación de una intención por parte de Coppola.
Ahora bien, a menudo El seductor tiende a recordar de forma evidente a su primer largo: la maravillosa Las vírgenes suicidas (1999). En efecto, tanto la novela de Jeffrey Eugenides como la problemática que dinamiza la trama del filme tienen ecos que resuenan en El seductor: no sólo por un elenco que encuentra en Kirsten Dunst al personaje más trágico y complejo en los dos casos, sino porque ambas reflexionan sobre la naturaleza ambivalente de los vínculos de la denominada sororidad: difuminando los bordes entre la enemistad encarnizada y la cooperación fraterna. Mientras que, más recientemente, no deja de ser importante un filme como Mustang (2015), película turco-francesa nominada al Oscar extranjero que también reflexiona, de manera mucho más espontanea (aunque, también, un poco maniquea) sobre la génesis de la cooperación sobreviviente que toda mujer debe, aun y lamentablemente, organizar en su defensa.
Menos explícita y beligerante pero más depurada, circunspecta y embellecedora que la anterior, El seductor de Sofia Coppola es una reflexión sutil pero mordaz que documenta con maestría pictórica los estertores de un patriarcado anacrónico y resquebrajado. Una vuelta de tuerca que busca, quizá excesivamente cuidando su forma, hablar de lo mismo de siempre pero desde otro lugar: del lugar de los ojos y las vivencias de las mujeres. Qué grato que, al menos en cine, podamos empezar a aplicar la lógica más lógica de todas: que los sujetos, en vez de ser hablados por otros, se autoricen a hablar de ellos mismos. De ellas mismas.
El seductor (The Beguiled) (2017, 91 mins.) Sofia Coppola, Estados Unidos.
Nicole Kidman, Kirsten Dunst, Elle Fanning, Oona Laurence, Colin Farrell.