Podría decirse que las comedias románticas son uno de los más recurrentes guilty pleasures que existen. Son películas subvaloradas y anodinas, pero necesarias. Y terapéuticas: tanto la modorra de las resacas morales como el tedio de las visitas familiares de cualquier fin de semana abúlico pueden ser perfectamente neutralizadas por efecto de una pertinente dosis a la vena de un par de comedias románticas aleatorias. El tema es que, también, gozan de cierta mala fama al ser un género vapuleado no sólo por cubrirse de un envoltorio cursi, insustancial o empalagosamente inverosímil, sino que son un producto demasiado proclive a hacer evidentes sus convenciones hasta el hartazgo. Ser capaz de jugar con los códigos de su estilo, por ende, es menos garantía de calidad que fórmula rentable y garantizada de audiencia masiva.
Por lo mismo quizá las comedias románticas son, entre otras muchas cosas, perfectos productos de su tiempo: alegorías vívidas de los momentos que las circunscriben. En este caso ¿Qué podría explicar esta tendencia? Eva Illouz se aventura a proponer en ¿Por qué duele el amor? que el amor romántico es una coordenada precisa para acercarse a comprender la ambivalencia de la Modernidad. Particularmente porque la experiencia amorosa contemporánea encierra en sí misma la posibilidad de ser, al mismo tiempo, una instancia fundamental de trascendencia existencial al tiempo que un campo de batalla para la puesta en escena –muchas veces conflictivamente– de ideales de compromiso mutuo, autorrealización personal, igualdad amorosa y libertad sexual. No es de extrañar entonces, que una buena comedia romántica se juegue justamente en lograr integrar, e idealmente actualizar, los códigos que la definen con las encrucijadas de los sujetos de una época.
The big sick, en este sentido, sale indemne y fortalecida frente al escrutinio.
Ahora bien, ¿De qué va?
Kumail nació en Pakistán, lleva inscrito su origen en la piel, emigró al Primer Mundo y se gana la vida haciendo dos cosas, una típicamente migrante (trabajar como Uber por Chicago) y una típicamente no-migrante (hacer stand-up comedy en un bar). Su familia es musulmana, practicante y tradicional. Lo cual implica, en principio, tres mandatos: dejarse barba, rezar cinco veces al día y aceptar el matrimonio concertado como un desenlace inevitable. Claramente, esta última demanda es la única de la cual Kumail no puede ni debe escapar. Casarse –es decir, el ejemplo más ilustrativo de la autonomía individual que alguien puede decidir tomar– es la encrucijada central de un sujeto que vive en dos lugares: entre las convicciones liberales de la supuesta autodeterminación occidental y las tradiciones ancestrales que prescribe el Islam. No es norteamericano porque su fisonomía lo delata, ni es pakistaní porque su convicción lo contradice ¿Qué es entonces? Las categorías binarias que aplicamos para categorizar a los sujetos no aplican por cuanto Kumail representa a ese personaje híbrido y asimilado que no puede dejar de sentirse fuera y dentro de los espacios culturales que lo circundan. Y que últimamente vemos aparecer y desaparecer por las calles de las urbes que habitamos.
La película opta por recoger estas encrucijadas recurriendo al humor de un monólogo migrante que no importa demasiado, algunas expresiones culturales musulmanas típicamente foráneas y chistes negros –muy negros– sobre el 11S. En este sentido, cumple con hacer visible la problemática de la diáspora y su descendencia, además de identificarnos con los efectos del choque cultural a partir de un guión y una selección de personajes que representan los dilemas que la multiculturalidad trae consigo.
En este caso, la dimensión romántica de la película y parte de sus conflictos más importantes se delinean a partir de la condición de alteridad del protagonista. Cuya pareja, Emily (Zoe Kazán) deja de serlo cuando se entera que Kumail le oculta aquello que no puede esconder: de dónde pertenece y cómo, allá, funcionan las cosas. Vale decir, descubriéndole todas las estrategias familiares para encontrarle una pareja pakistaní y musulmana. Alguien que no es como Emily pero sí como él y como ellos. El quiebre es inevitable en la mitad del metraje.
Michael Showalter, realizador ágil, depurado en su puesta en escena y hábil en los códigos de la comedia, acierta al colocar, a partir de esta circunstancia trágica y archiconocida, los conflictos propios del choque de culturas. Cómo la familia de origen se obstina en mantener su tradición cultural, cómo el sujeto se esmera en definir la matriz cultural menos asfixiante para sí y cómo, en definitiva, es posible (o no) comprender –y querer– al otro con su insalvable diferencia. El carácter alegórico de la experiencia de Kumail no sólo es el motor para elaborar la obra de su propia vida, sino que también es hilarantemente parodiada por él mismo y por los secundarios que lo acompañan. Es algo así como la burla de sí mismo, tal vez el único lenguaje posible para poder acercarse a las susceptibilidades que tienen los esfuerzos por encontrar y aceptar el propio origen y hacerlo visible a los demás.
Aunque, de todos modos, el gran acierto de The big sick está en su título: la gran enfermedad a la que hace referencia es el conflicto central y a la vez el modo como podemos ir desenredando la narración romántica en la que toda comedia debe sostenerse. La película realmente brilla cuando coloca el foco en la ausencia de la ex novia –convaleciente por una enfermedad desconocida– para adentrarse en el entramado que se teje alrededor de Kumail y los padres producto de este peregrinaje incierto. Es el momento donde es posible conocer –a diferencia de la estrategia de esconder a la familia adoptada por Kumail– las diferencias que definen a la pareja que engendró a su amada. Por lo tanto The big sick no sólo es una comedia romántica, sino que también es todo eso que la trasciende y que aquí sí es visible: quiénes son esos padres, cómo son lo que son y cuál es el modo como entienden su propia paternidad. Porque hacerse padre, dice uno de ellos, es una gran tragedia: querer tanto a un hijo puede ser una experiencia aterradora precisamente por ese torrente afectivo que no deja pasar el tiempo sin pensar en el bienestar de dicha ausencia. La imponencia, familiaridad e hilaridad de los personajes de Beth y Terry (Holly Hunter y Ray Romano, retrospectivamente) son quienes sostienen el peso de la narración durante la enfermedad de su hija. Y pareciera que son quienes todo el rato nos regalan los mejores diálogos de la película, unidos en una inolvidable crónica que documenta las pequeñas tragedias que definen su historia de amor y decepción.
The big sick, con todo, es una pequeña gran película, que sintoniza de manera astuta e ingeniosa con las grandes preguntas de la época: riéndose de los choques culturales en las urbes urbanizadas apela a una experiencia necesaria y novedosa de ser problematizada desde la comedia. Un ejercicio realmente divertido, actual y conmovedor. Y un romance bien contado, enternecedor y certero.
The big sick (2017, 120 mins.) Michael Showalter, Estados Unidos.
Kumail Nanjiani, Zoe Kazan, Holly Hunter, Ray Romano, Anupam Kher.