
The Load es una película que cuyo peso es contenido, ya que evoca pesadumbre en lo que permite dejar entrever: muchas veces con dureza, pero sin extenderse demasiado en las razones para explicarle majaderamente esto a la audiencia.
A principios de los 90, con relativamente poca posterioridad a la caída del Muro de Berlín, Yugoslavia fue el lugar que tomó el relevo del descalabro de esa parte del mundo que hasta ese entonces se pensaba como indestructible. A la manera de un dique portentoso e impenetrable, que de repente se ve sobrepasado por una filtración inencontrable, la península de los Balcanes –ese extensísimo territorio heterogéneo y multiétnico que acapara gran parte de Europa del Este– colapsó de manera estrepitosa. A consecuencia de unas disputas identitarias que en ese entonces muy pocos entendían, y que también se explicaban a propósito de otras controversias religiosas y culturales, Yugoslavia fue un proyecto nacional que finalizó acompañando el ocaso del siglo XX. Un politólogo, David Rieff, refiere en Elogio del Olvido (2017), una anécdota esclarecedora del derrumbe: un día recibe, de manos de un entrevistado implicado en la guerra, un papel con un número escrito a mano, 1453. Dicho número es una cifra aleatoria, pero también es un año, el de la conquista de Constantinopla (hoy Estambul) a manos de los turcos otomanos, y de la entrada del islam a un Occidente que ciertas facciones nacionalistas serbias aun deseaban, cinco siglos después, ajusticiar. También es el año en donde, por cierto, colapsa otro imperio: el Romano de Oriente.
Independiente de las causalidades históricas que se juegan y se inventan para conferirle sentido a los conflictos nacionales, la Guerra de los Balcanes no sólo significó el desmembramiento territorial de casi medio continente, sino que también terminó siendo un conflicto muy propio de la época que le tocó finalizar. En este caso, la de esos enfrentamientos del siglo XX que miramos cómodamente en televisión. En paralelo a la Guerra del Golfo (1990-1991) y concluida la Guerra civil en el Líbano (1975-1990), una ciudad desconocida, la bosnia Sarajevo, arde en llamas mientras yace asediada justo en el momento en que se le filma en tecnicolor.
En la línea de acontecimientos claves de esa década como los acuerdos por la paz en de Dayton (que pactaron la paz en la región), la filmografía de Emir Kusturica (que alegoriza el desmembramiento de su patria), y el interés de Susan Sontag (madre del politólogo de más arriba) por montar Esperando a Godot en la mencionada capital bosnia, los hechos que rodean al desmembramiento de Yugoslavia fueron un gran corolario del ocaso soviético. Al mismo tiempo, son recuerdos difusos que, pensados como avatares históricos, coinciden en atestiguar la impetuosidad de un conflicto que, un par de años después, se sacudía de su letargo a propósito de la secesión, impulsada por Kosovo, del territorio soberano serbio: diez años después del desangramiento de un país que encerraba muchos otros. Bajo ese contexto, la disputa por la separación y conformación de Kosovo como nación emergente (cuyo status aún permanece disputado) cierra la página de un siglo que en ese entonces, aun no se imagina de caídas de torres ni de nada semejante, pero que sin duda adelanta la incómoda constancia de que los conflictos bélicos no siempre terminan cuando la buena voluntad lo dictamina, sino que muchas veces se suspenden hasta que algunos, sin la buena fe o la templanza de los primeros, se interesen en hacerlos reflotar para bien o para mal.
Específicamente, una película como The Load se inscribe ahí, en ese nudo geopolítico de fin de siglo, con su cámara atenta al horizonte que se perfila en medio del bombardeo que la OTAN (organización militar estratégica) realizó en Belgrado, capital serbia, durante 1999. Al respecto, es interesante que en el film sólo veamos las cenizas y los escombros que documentan, pero no expresan directamente dicho conflicto. Es una guerra que, por decirlo de un modo, no veremos en esta película pero sí en los televisores de esa década que se terminó volviendo, a la larga, una punzada melancólica. Bajo esa perspectiva, The Load es una película cuyo peso permanece contenido, ya que más bien opta por evocar pesadumbre en lo que permite dejar entrever: muchas veces con dureza, pero sin extenderse demasiado en las razones para explicarle esto a la audiencia.
Veamos un ejemplo: al inicio del metraje, a un sujeto desgarbado y malas pulgas se le ofrece cumplir con un trabajo muy puntual, que es trasladar carga de un lugar a otro. Tan sencillo como cruzar dos ciudades arriba de un camión. Mientras el país que conocía se desparrama y con ello, un imaginario se vuelve humo, Vlada (Leon Lucev) acepta el trabajo sin mucho preámbulo: porque lo ha hecho un par de veces anteriormente, y porque asume que en el lugar en donde le toca sobrevivir –y que antes fue su patria– no hay mucho que hacer más que manejar. En el fondo, esta oferta suena mucho más alentadora que sentarse a esperar que el ruido ensordecedor de los bombazos nunca llegue a acercarse lo suficiente como para volarle los sesos, las entrañas o los tímpanos. Porque los efectos de la guerra no le llegan más que desde lo que alcanza a perfilarse ambiguamente en el presente. Aunque eso, justamente, no signifique que la guerra no se intuya en la superficie.
Dicha paradoja, que The Load posibilita, es interesante sobretodo en términos alegóricos, pues su director echa mano de un certero fuera de campo que tributa y densifica esa ausencia que oímos de repente pero que no se asoma más que en la humareda que se nos aparece, circunspecta, agujereando el horizonte. Al mismo tiempo, la película facilita, desde su atmósfera metalizada y fértil en geografías tierrosas, adentrarse en las fracturas de un país que ya no lo es mirando, precisamente, la textura desgarbada de su propio territorio.
Por otro lado, y a propósito de las múltiples metáforas que se reparten a lo largo del viaje al que Vlada se encomienda, no sólo la carga y su misterio develan las facetas ensombrecidas de ese país asediado por su propio sopor entumecido, sino que el protagonista es puesto en ese tránsito en el que le toca cruzarse con la encrucijada de cómo sus otros compatriotas se plantean ante ese lugar roto: a propósito de todas esas generaciones pasadas de ciudadanos, enorgullecidos por llevar en la sangre y la consciencia el imaginario de una cultura que hoy ven ensombrecida, mientras hoy en día esos mismos personajes deben encargarse de hijos que deambulan por un lugar al que anhelan pero que se acongojan por ver sin norte.
Con toda esa pesadumbre que muchas veces se filtra con bastante sutileza, más allá de lo que los bombazos dejarían entrever, la cámara y el guión de Ognjen Glavonic descansan en sus recursos con tranquilidad. Y no porque estos nos parezcan evidentes o tediosos, sino debido a que los deposita a cuentagotas y de manera inteligente. En ese sentido, el viaje a Belgrado y el retorno a Kosovo no necesitan rodearse de muertos, crimen o esquirlas del conflicto armado, sino que es el silencio que rodea las conversaciones –a veces trasnochadas, otras veces acotadas por la prisa de cumplir con lo exigido– el que permite a la película transmitir su mensaje con suficiencia y sobriedad. En definitiva, ¿Qué más angustiante que la monotonía abrumadora de un camión que nunca tiene razones para detenerse?
De ahí que The Load, más allá de la carga que tributa ese lastre que se hereda como parte del conflicto, sea una reflexión lacónica, esmerada y muy sutil sobre el impacto invisible de los individuos que orbitan en torno a la guerra, y que asisten al colapso de los mundos que pensaron irrompibles. Hilachas de una humanidad que tambalea a propósito de vivencias privadas que atraviesan coyunturas que no los convocan pero que sí los apabullan si les preguntamos a las miradas y los cuerpos cansinos que les pillamos a esos hombres y mujeres cuando se permiten tambalear frente al espejo del vehículo que conducen. Como si manejar, o desplazarse por un lugar más allá del tiempo, fuese la única forma posible de lidiar con el desastre y no colapsar en el intento.