
En Tiger King, ciertamente, hay extravagancia y testosterona sobregirada made in usa, pero también hay otros asuntos apasionantes y menos evidentes que ciertamente refrescan y densifican el modelo incombustible de imposición e influencia cultural de la nación que cobija a sus personajes.
Todo lo que suele entrar en categoría televisión basura corresponde a ese contenido que, cuando se desdeña por irrelevante, a la vez se disfruta por la desfachatez que presenta. Muchas veces lo desechable, de hecho, termina siendo rentable por esa misma razón. Es cosa de hacer zapping y corroborar que la televisión de pago exhibe estos contenidos por doquier: embarazos no deseados e inimaginables que se descubren cuando aquellas madres por accidente se reclinan en el WC, biografías detalladas de personas que acumulan basurales de los cuales no pueden desprenderse, ambos casos son ejemplos conocidos de historias televisivas irrelevantes pero extraordinarias. Por lo general, las programaciones de los canales que incluyen estos contenidos en sus parrillas, lo hacen en horarios en los cuales tal vez no tienen otra intención que dejar el espacio, precisamente, para que este tipo de programas seduzcan a la audiencia. Sin duda alguna, es un hecho confirmado: lo insólito/estrambótico interesa del mismo modo en que entretiene.
Ahora bien, más allá de lo disfrutable que ese tipo de entretenimiento termine siendo para quienes lo consuman, hay que convenir que muchas veces lo bizarro que ahí se expresa, tiene mucho que ver con la idiosincrasia del lugar que le da origen. En este caso, muchos de esos programas basura, de hecho, llevan la marca de fábrica de los Estados Unidos como denominación de origen. Resulta interesante y decidor que la primera reacción que existió para un documental como Tiger King haya venido por esa senda: por la extravagancia y el entusiasmo que exhibían los capítulos de este entretenimiento estadounidense, por supuesto, tan difícil de soltar.
Podría decirse que dicho magnetismo –que se extraña ante lo que no entiende, pero que también se interesa sin dificultades por aquello que define como inclasificable–, surge precisamente de la sorpresa ante una cultura que, de manera semejante, se le ama y se le odia, pero que a veces cuesta un poco comprender. En Tiger King, ciertamente, hay extravagancia y testosterna sobregirada made in usa, pero también hay otros asuntos menos evidentes que ciertamente refrescan el modelo incombustible de imposición e influencia cultural de la nación que cobija a sus personajes,
Considerando el material y su desarrollo, este último esfuerzo documental de Netflix reconstruye, a partir de siete capítulos –ocho si consideramos el intrascendente e improvisado epilogo que se lanzó a finales de Abril– el ascenso y la debacle de uno de los paladines de esa crianza animal que todavía se permite el privilegio descarado de almacenar animales en los patios de sus mansiones. Engalanados por las selvas sucedáneas que les sirven de hábitat a los mismos animales que estos visionarios se enorgullecen de defender, los personajes del documental de la dupla de Eric Goode y Rebecca Chaiklin articulan un microcosmos narrativamente exagerado y dramáticamente espectacular en donde a cada tanto se termina reproduciendo la archiconocida ley de la selva: esa regla de aniquilamiento en donde gana quien mejor se avenga a los tiempos. Tal vez porque es el único modelo de convivencia disponible que satisface las motivaciones de hostilidad encarnizada que sus protagonistas niegan tener todo el tiempo. O bien se confirma como el único enfoque posible que a estos tipos se les puede ofrecer a la altura de sus pavoneantes estampas.
Mientras tanto, los ejemplares de cada tigre –a quienes llaman gatos tal vez porque en el mundo en donde viven ésa es la escala a la que han se han reducido las bestias que fotografían amamantando– son un fetiche singular, fervoroso y espeluznante. Y no sólo por las eventuales regulaciones o vacíos en lo relativo a la crianza de animales exóticos (o del cautiverio que es posible financiarles) sino porque es el modelo operativo que encontraron todos ellos para animalizar sus intereses corporativos, al proyectarlos en esos gatos que los doblan en altura y que tal vez equiparen la envergadura de su empresa y su singular voracidad protegida por la libre competencia. Vistosos en sus andanzas, resueltos frente a cámara y furibundos en las cortes, sus protagonistas –magnates emprendedores protegidos por la condescendencia normativa que les consagra el lugar que administra sus fortunas– se emborrachan con la idea de creer que sus centenares de felinos son su incondicional propiedad privada. Por lo tanto, nunca se darán por aludidos ante el hecho de que estos seres vivos puedan triturarlos sin importarles en lo absoluto la consideración que les puedan dispensar y los billones que se esmeren en invertir para su cuidado.
En ese sentido, la envergadura sobrecogedora que alcanza este asunto recorre cada minuto de este documental tan barroco como trágicos resultan esos otros personajes que acompañan, deslumbrados, el derrotero orgullecido de esas estrellas terrenales que se pueden dar el lujo de hacerse selvas a su antojo. Porque Tiger King, más allá del desparpajo de las riquezas en las que se detienen esas cámaras entrometidas que filman por años, también es la historia quienes viven y trabajan en ese gran fuera de campo al que los tigres nunca dan lugar del todo: esas pequeñas historias personales, desparramadas en micro entrevistas a personas que decidieron dedicarse a trabajar en un súper zoológico del que ahora, tal vez más resueltos, envejecidos o defraudados por una luz que se extinguió, se permiten renegar. Pero que en algún momento compartieron al amparo de unos jefes contradictorios pero siempre destellantes, por los cuales sintieron un afecto que es también un gran enigma: uno que ni las exageraciones ni las tomas rimbombantes fueron capaces de sonsacarle a esas sonrisas torcidas o esos gestos que tan bien esconden lo que ni la pegunta más indiscreta pudo llegar a develar: en el fondo, conseguir desentrañar esa vivencia provinciana que se esconde en un trabajo que de tan cotidiano que se vuelve, hace demasiado complicado rememorar por un momento alguna dosis de intimidad.
Por otro lado, la presencia omnipresente del protagonista tan tirano. Esos animales bigotudos tan rayados, a los que todos le garantizan la calidad del cautiverio –es decir, la posibilidad de engordarlos con un alimento que ellos pueden conseguir pero que en el contexto donde los tienen no lo vuelve necesario– es una gran ironía, acaso la mejor del documental. Y no solo porque Joe Exotic se parezca tanto a los tigres que idolatra –o que ellos se parezcan tanto a él– sino porque las relaciones de cuidado de las personas que los rodean (a él y a los tigres), serviciales pero forzadas, son todo menos el cuidado que dicen ser. Porque obedecen a la medida instrumental y contractual que funciona siempre y cuando permanezca deslumbrada por una cosa que otro lugar tal vez nunca pudo ofrecerles del todo: la posibilidad de encontrar un lugar total, ese cuento de hadas terrenal que algunas culturas venden al mejor postor, o al más despierto, o al que se ríe agazapado en la fila de repartición de las oportunidades. Y ahí tal vez aparezca la gran lección de este documental, al develarnos que detrás del cuidado tal vez hay un deseo nervioso porque el otro no nos arañe ni nos revuelva las entrañas como tal vez puede hacerlo si nos pilla desprevenido. Una cuestión que todos los seres humanos se programan para evitar inventándose leyes para sancionarlo cuando ocurra, pero cuyo peligro siempre arrecia. Tal como ese colmillo que al tigre se le asoma cuando este, acomodado descuartizando lo que queda de una pata de caballo, termina exhibiendo la dentadura con orgullo receloso.
En ese sentido, este documental –que gasta millones de horas en un rodaje que es un certero tributo a ese género reality tan manoseado y vilipendiado por la moral de los tiempos– al poner cámaras en todos lados, también logra espectacularizar una cuestión que de por si es espectáculo: y del más puro posible. No me vengan con el cuidado de la especie ni qué ocho cuartos, podría uno decirse, pues detrás de esa fachada biempensante que le documental quiere a veces transmitir, se construye el efectismo de un material que no da tregua ni se apresta a dar lecciones: ni de moral, ni de economía, ni de convivencia. Entonces, lo interesante del espectáculo que logra ese montaje dramatizado tan norteamericano, es precisamente la posibilidad de trascenderlo. Porque si esto hubiese sido puro show no habría sido suficiente. Porque exhibir, y montar una historia de conventillo con parques temáticos como fondo, siempre es mucho, pero mucho más que eso. Es, en el fondo, una crónica irrelevante pero profunda sobre lo que se esconde o se recicla en lo más recóndito de esa banderita tricolor que tiene tantas estrellas como las que le gustaría acumular a ese presidente chapucero que, con ansias de grandeza, se le ocurrió en algún momento –porque le dijeron que era cómico– injertar en la de ellos la del país que él representa.
Por lo tanto, toda la calamidad que vemos alrededor de la vida de Joe Exotic, a quien este documental absorbe tanto como él lo hubiese efectivamente deseado, encierra, más que la suma de sus cuestionables fechorías, otras tantas convicciones respecto de cómo se comprende, qué es lo que se admira y cómo es que habita un sector específico del imaginario social norteamericano. Por lo mismo, no es irrelevante que uno de los capítulos que Tiger King desarrolla con mayor oficio y continuidad casual es precisamente el periplo político de su malogrado protagonista.
Tan desternillante como contundente, la aventura electoral del protagonista que regala condones a sus ilusionados electores, es también la posibilidad de aproximarse a esa población redneck tan febril como nostálgica de ese esplendor que les vendieron no sólo como posible, sino también como viable en el pasado. Tal vez quien votó por Joe Exotic sea precisamente ese elector que en 2017 contribuyó a la victoria de ese otro presidente anaranjado que cierta élite ilustrada aún recurre a mirarlo con escándalo como única estrategia para acercarse a lo que le incomoda. En otras palabras, ¿De qué sirven los aplausos que acompañan al discurso que suscribe que ese presidente anaranjado es de lo peor que pudo pasarle a la humanidad, si no se hace el más mínimo esfuerzo por entender a quienes piensan precisamente lo contrario?
Es probable que ponerse a ver Tiger King sea, además del entretenimiento vertiginoso que termina siendo, también una forma de empezar a entender que esa desmesura incorrecta tiene votantes a los cuales aun no se comprende porque francamente se los desprecia. Y es curioso e irónico que aquello que resulta más “bizarro” para algunos, sea precisamente ese divertimento molestoso y chabacano al que se le nota el colorinche de clase, y que ciertamente no molesta tanto cuando se encarna en Carol Baskin, una mujer tan reposada que tiene el talento de disimular mejor que Exotic la envergadura exponencial de su ambición. Materializada, ciertamente, en los abundantes ceros de su impresionante cuenta corriente.
Por todo esto, Tiger King también es una ingeniosa reflexión sociológica sobre ese sujeto votante que las encuestas no consideraron porque aquél no cree en ellas ni gasta el tiempo en verlas, en la medida que aún desea permanecer proyectando su ideal en la grandeza en un tal Joe Exotic o en el pistolero justiciero de turno que les venga a prometer el retorno de la gloria. Si un documental cumple con eso y con todo lo anterior, entonces que venga y tome de inmediato mi maldito (y escaso) dinero.