Reseña: Tully – Burnout Postparto

A Marlo (Charlize Theron) la citan a la escuela del primero de sus hijos, Jonah. Ahí le cuentan que, debido a la conducta del alumno, debe considerar seriamente contratar para su hijo un cuidador auxiliar. Una especie de acompañante-tutor personalizado, encargado de atender a las necesidades que el colegio encontró que su hijo tenía. Ella promete pensarlo.

Sale del lugar y se sienta en el vehículo aun estacionado. Mientras tanto, el plano se detiene en su figura en el asiento del copiloto. Desde ahí, se nos transmite la impresión de una persona que carga en los hombros con el peso de la vida. Aunque, claramente, el detalle más relevante ahí no es ése, sino el llanto que el otro hijo, recién nacido, fuera de plano, le lanza desde el asiento trasero. Ese mismo asiento desde el que Jonah –el hijo excéntrico que el colegio rechaza– todas las mañanas le lanza patadas medianamente amortiguadas por el colchón gastado del asiento del piloto.

Marlo, en el fondo, carga con más vidas de las que puede permitirse.

Es difícil imaginar algún otro tipo de combinación más cotidiana y letal que la que se nos presenta en ese momento sintetizada en la secuencia. En parte porque podría estar sucediéndole a cualquier madre sentada en cualquier asiento de cualquier vehículo detenido a la salida de cualquier escuela (no deja de ser llamativo que las escuelas, en circunstancias que cualquier persona es accesible vía teléfono celular, insistan en notificar a las madres las situaciones de los hijos). El abatimiento que nos transmite el rostro y la corporalidad de la protagonista nos recuerda que, antes que una mujer, y antes que una madre, en el auto hay una persona que se terminó fundiendo. Como se funden los motores cuando se fuerzan demasiado.

Antes del colapso –o más bien justo después de él– Marlo, en parte por la recomendación de un familiar, decide contactar una “niñera nocturna”. Algo así como una persona –mujer, claro– que le administra al contratante las horas de sueño y le avisa el instante preciso cuando el amamantamiento debe tener lugar. Que quizá sea la necesidad menos cubierta de la naciente maternidad post-parto: disponer de tiempo para utilizarlo en dormir como la gente.

Tal vez sea un signo de los tiempos –y un acierto de la película– pensar en esta situación a propósito de la necesidad contingente, universal e imperecedera que tenemos de cuidado. Niños que precisan más cuidado del que se les ofrece y madres cuidadoras que contratan más cuidado del que pueden procurarse son la síntesis perfecta de un universo que nos cuesta sostener. Como si viviéramos en un momento en el que todos, en mayor o menor medida, agradeceríamos ser cuidados de un mundo que nos duele demasiado. Porque sí, tal vez el mundo esté más filoso. O contemos con menos soportes que antes para mitigarlo. De hecho, para Marlo, –mujer, mamá, y mantenedora– mucho menos.

Tal vez la presencia neurálgica de Marlo en el desarrollo dramático y en el metraje mismo sea un acierto porque logra extraer de una actriz como Charlize Theron contrición pero también la sensación del desgaste sin articular, en su caso, ninguna gestualidad majadera. Pero también revela, con esa hiper-presencia, al gran ausente del relato y de la estructura que denuncia: la caricatura contemporánea del padre-hombre-niño-gamer. Ese tipo barbón y económicamente activo que, tendido en la placidez del lecho, balanceando sus testículos, sólo atina a asentir por omisión al mandato tácito de dejar que la madre haga lo que –desde su rol paterno sin función– bueno, le corresponde hacer. De dejarla caer –y por ende facilitar– su caída al despeñadero.

El séptimo largometraje de Jason Reitman –y tercera colaboración con la guionista Diablo Cody– reitera no sólo a la actriz de una interesante película previa (Young Adult, de 2011) sino que reafirma ciertas obsesiones, narrativas y temáticas, que rondan por sus universos: personajes blancos levemente progresistas y medianamente acomodados al borde de un colapso que nunca sienten cercano hasta que les alcanza, menos tarde que temprano, totalmente desprevenidos. Y que en este último tramo de su filmografía se materializan en mujeres que lidian con ciertos hitos vitales (embarazos, adultez, o ambas a la vez) que trastocan sus certezas, descubriéndolas vulnerables, misantrópicas y sobrepasadas.

Hay cierta ironía absurda o quizá desfachatez comedida en el tratamiento de estas pequeñas tragedias, que en este caso se ponen al servicio de un guión que se interesa más por el desarrollo narrativo que por el mencionado sarcasmo distanciado. En ese sentido, la de Reitman es una opción que densifica la trama al tiempo que la uniformiza. Porque Tully es una película con un pretexto original, una premisa pertinente y un final sorpresivo, pero que se ajusta a una forma de contarla que hemos visto anteriormente.

Ahora bien, aun cuando Reitman no innove en las formas cinematográficas o en la arquitectura del relato, sí progresa en algunos detalles de su puesta en escena. Como cuando por ejemplo, decide que sean sólo los hechos y su sonido, desnudos en su pretendido realismo, los que interpelen al espectador. A partir del bullicio de la cotidianidad. Porque nos bastan los rostros silenciosos de extenuación o los gritos despertadores y desconsolados de un bebé hambriento para sintonizar con una atmósfera en la cual a su protagonista sólo le resta naufragar ante demandas que no logra hacerles frente. Porque tiene que cumplir con muchas más de las que le corresponden. A propósito de la expectativa que se cierne, en este caso, sobre cierto ideal superlativo e incondicional de la maternidad. Si ya ser madre es cumplir y darse de bruces ante un murallón de expectativas sociales, la demanda por ser una excelente madre termina siendo un ideal que no es posible sostener en condiciones ideales de integridad física y estabilidad emocional.

Decía Lina Meruane, en Contra los hijos (2018) que la máquina de hacer hijos es, en definitiva, nuestra condena. Una maternidad que orbita alrededor de una infancia investida del poder centrípeto y totalizante en el espacio doméstico es, a todas luces, una expectativa que debiésemos empezar a repensar. En ese sentido, bien por Tully, que aunque la explicite demasiado y con uno que otro estereotipo innecesario, la exhibe con fluidez y sin estridencia.

Tully (2018, 96 mins.) Jason Reitman, Estados Unidos
Charlize Theron, Mackenzie Davis, Mark Duplass, Elaine Tan, Gameela Wright

tully

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.