El film recrea con cierta prisa la debacle inicial de Cheney para detenerse con mucha mayor atención en la senda empinada sobre la cual el protagonista escalará sin trepidar. En ese sentido, McKay no escatima demasiado en recurrir a la sátira y al humor para representar a un político audaz aunque inicialmente mediocre, cuya alza sólo se explica en su capacidad atenta de leer, con un envidiable sentido de la oportunidad, aquello que le viene en gracia.
Cuando decidimos, renunciamos. Elegir algo es, al mismo tiempo, dejar de elegir todo lo demás. ¿Por qué partir aquí con una sentencia semejante? Pues porque hay no pocas historias que descansan en dicho principio cuando deciden omitir, filtrar, sintetizar, reducir, sustituir, amplificar, incluir, restringir, acomodar, incorporar, enfatizar o completar algún punto de aquello que nos cuentan. Las historias, las películas, muchas veces, son cuentos: a lo sumo, interpretaciones de fenómenos. Versiones incompletas de los hechos que luchan –sin nosotros tenerlo muy claro– por convencernos de que nos están contando una verdad sobre aquello de lo que hablan.
Adam McKay –antes guionista, siempre productor, hoy en día director– como todo contador de historias, tiene en mente este detalle cuando filma. Porque justamente su interés, además de entretener, es contarnos una historia que reclama para sí el atributo de ser verosímil. De parecer verídica, pero también de explicarnos el fenómeno que se preocupa en explorar. Tal vez McKay filma, ante todo, para entender. Y esa, tal vez, sea la principal característica de su cine: dotar de una narrativa causal esclarecedora a un acontecimiento enrevesado, resguardado e inaccesible. Pasó hace unos años con The Big Short (2015) –Oscar al mejor guion adaptado– una película astuta, aunque demasiado preocupada por esquematizar como para disfrutarla con soltura. Que de hecho nos explicó, mucho mejor de lo que contaba, el origen del descalabro bursátil de 2008. Tres años después, McKay vuelve al ruedo tomando un político como carne de cañon, material de análisis y perspectiva de la Historia reciente.
Vice, a todas luces, parte de una pregunta básica: ¿Cómo es que Dick Cheney (Christian Bale), ese gordo sigiloso, cansino y tremebundo, logró reorientar a su criterio la trayectoria completa de la política internacional estadounidense durante la década más caliente de un siglo en ciernes? Para el director-guionista y su montajista –colaborador recurrente de otro cronista camaleónico e insidioso: Oliver Stone– la respuesta parte de un insight que tiene el protagonista: un momento en donde Cheney, atosigado por la angustia devenida en reproche que le transmite su esposa (Amy Adams), decide abandonar un destino de fracaso alcoholizado a condición de erigirse él, tenaz y cauteloso, como un obrero diligente de la estructura institucional sobre la cual se aproximará, paso a paso, a la cúspide del éxito.
El film, entonces, recrea con cierta prisa la debacle inicial de Cheney para detenerse con mucha mayor atención en la senda empinada sobre la cual el protagonista escalará sin trepidar. En ese sentido, McKay no escatima demasiado en recurrir a la sátira y al humor para representar a un político audaz aunque inicialmente mediocre, cuya alza sólo se explica en su capacidad atenta de leer, con un envidiable sentido de la oportunidad, aquello que le viene en gracia. El Cheney de McKay es un sujeto forjado en la acción, un animal político más intuitivo que cerebral y menos talentoso que eficiente. Un súbdito ideal en la medida que cimenta, criterioso y pertinente, las condiciones ideales para dar el zarpazo. Siglos atrás, Maquiavelo pensó en esto en El príncipe cuando perfiló al príncipe nuevo, un modelo de gobernante que es básicamente un usurpador: quien no teniendo derecho para ejercer el poder, se hace de él arrebatándoselo a quien sí cuenta con dicha legitimidad.
La película, entonces, reconstruye la vorágine pre y post 9/11, enfatizando ciertos momentos críticos de la historia personal de Cheney y del modo como esta biografía se inserta de lleno en la Gran Historia. El sujeto en cuestión es un operador político hábil, pero también es un hombre que debe justificar la legitimidad de su gobierno subterráneo. Ahí es cuando McKay recurre, nuevamente, a la explicación como artefacto que sostiene la trama: la hipótesis del individuo único, una interpretación legal que habilita a Cheney para gobernar de facto. El truco funciona para la película pero enrarece innecesariamente el desarrollo de la trama ¿Es necesario explicarnos con detalle un subterfugio legal rebuscado para continuar entendiendo lo que pasa? La apuesta de McKay en ese sentido tambalea porque está demasiado pendiente de la dimensión explicativa de lo que cuenta. Y no porque dude de la inteligencia del espectador –como muchas veces tiende a suceder– sino porque tal vez es un marcador de su forma de hacer películas que responde en demasía a su interés interpretativo. Quizá entendiendo que alguna vez, a él mismo le tocó entender las películas desde los guiones que escribía.
Y ahí llegamos al meollo del asunto: Vice se condena a ser lo que no es cuando la película se transforma en una versión simplificada de un fragmento de la historia norteamericana, más que en un film que intencione la aparición de dicha versión como reflexión posterior. McKay gatilla algo que bien pudo ser un trabajo analítico del espectador, porque corre el riesgo de simplificar una versión –incomoda al establishment, por lo demás– del gobierno de Bush al punto de hacerla totalmente inofensiva. Su versión es tan contundente que no podemos sino creerla a rajatabla. Se nota demasiado que todo calza. Y no es que la posición de McKay sea tendenciosa, calumniosa o incorrecta –de hecho, es bastante plausible y ha sido explorada en otras lecturas que se han hecho de dicho momento– sino que la película en sí se vuelve un argumento. Y no es que las películas no lo sean –de hecho, al principio mencionamos eso: que son versiones– sino que cuando exacerban este asunto corren el riesgo de transformarse en un ocultamiento innecesario de sus propios méritos formales, estéticos, narrativos, en virtud del poder retórico de su premisa.
Esto, algunas veces, afortunadamente tiende a olvidarse cuando la película se interesa en la vida personal del personaje y su familia, cuando levanta de manera ingeniosa y sorpresiva un personaje-narrador –ahí se observa que el oficio del director es más la narración que el ensayo– o en el modo como recupera elementos del thriller para conducir con perspicacia la acción casi al final del metraje.
Con todo, Vice es una sátira política atractiva, entretenida y eficiente, pero que se obliga a cargar con el peso de sus propios argumentos, mientras deshumaniza y destiñe las acciones de los personajes que, al fin y al cabo, son lo que tejen los hilos de lo que el director quiere decir. Lo dice mejor Carlos Peña cuando prologa La Conjura: los mil y un días del golpe (2012) la estupenda crónica de Mónica González: todas esas explicaciones –plausibles, sin duda– cuando se las exagera o se las acepta de modo unilateral, arriesgan, sin embargo, el peligro de dibujar a los seres humanos como piezas de un tablero en el que no hay ni libertad ni responsabilidad, sino simple lógica, ciega necesidad histórica.
Resena de Vice
El vicepresidente: más allá del poder (Vice) (2018, 132 mins.) Adam McKay, Estados Unidos
Christian Bale, Amy Adams, Sam Rockwell, Steve Carell, Jesse Plemons