Existen algunas interpretaciones que proponen la existencia de un tipo de subgénero cinematográfico que surge principalmente desde la culpa sentida por el sujeto del Primer Mundo –imperial, hegemónico y de pasado conquistador– por los crímenes o el genocidio que el grupo que al representa perpetró en algún tiempo pasado. Películas como Danza con Lobos (1990) o El último samurái (2003) funcionan, entonces, como ejercicios de justicia pero también de redención: en donde el personaje principal –adulto, blanco, hombre– se integra, redescubre o resignifica una comunidad con quien mantiene una relación históricamente problemática. Por medio del aprendizaje y comprensión de sus usos, este personaje finalmente se vuelve cercano a uno de esos otros al que sus antepasados en la ficción o sus correligionarios históricos directos asesinaron, asolaron o diezmaron sin misericordia. Es, a todas luces, un modo de disculpa. Aunque cabe señalar que todavía consideran que esos otros (indios, migrantes o asiáticos) son buenos en sí mismos, un tanto exóticos y a la larga un aporte genérico, vago o indiferenciado, sin ninguna participación significativa en cultura alguna.
Esta lógica, norteamericana respecto de los filmes mencionados, podría intuirse como participante del universo que construye Victoria y Abdul. Aunque con otro registro y un énfasis distinto.
Corre 1887, y la Reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y Emperatriz de la India, Victoria (Judi Dench) concurre, para variar, a uno los múltiples banquetes en donde recibe agasajos por doquier. Tiene que hacerlo: es, digamos, parte de su trabajo. Victoria en la película es una anciana hosca, amarga y displicente. Pero es la Reina y hay que servirle. Es curioso cómo los funcionarios reales se las arreglan para proteger con ahínco unas posiciones privilegiadas que, simultáneamente, detestan tanto.
Dentro de uno de esos tantos festines a los cuales asiste Victoria, debe recibir una ofrenda de una de sus colonias. De hecho, la más grande y diversa del Imperio: la India. El presente consiste en una moneda, símbolo de algún valor onomástico o sagrado, y es entregado por dos sujetos autóctonos de ese lugar que su reinado gobierna. Con uno de ellos –el más agraciado físicamente de ambos, claro está– genera un contacto visual fulminante: de ahí en adelante, Victoria del Reino Unido y Abdul Karim no se separarán más. Y desarrollarán un vínculo fraterno y aparentemente transparente. En suma, incondicional.
La película nos muestra cuál es la relación que ambos establecen, y cómo, particularmente, se entreteje ese vínculo inusual y definitivo para ambos. Entonces, Victoria se interesa de la nada por la cultura que su reinado se encarga de empobrecer. Particularmente por sus manifestaciones culturales principales: el idioma y la religión. Es importante y hasta cierto punto reivindicativo –Stephen Frears, el director, lo sabe muy bien– que Victoria quiera hablar un idioma rústico y se haga asesorar por un sujeto que profesa una religión peligrosa. Sobre todo en un siglo XXI donde los indios y musulmanes pagan impuestos en la isla. Porque, en efecto, ese tipo de interés vale mucho más la pena que el singular fetichismo de Occidente por los elefantes, la miseria o los lujos exóticos.
Sin embargo, algo no cuaja respecto de los personajes y sus motivaciones. Intuimos en Victoria un interés erotizado, muy cercano al exotismo que inspira Abdul, pero resulta muy poco verosímil el enorme enceguecimiento que le hace desconocer a Victoria, durante gran parte de la película, los efectos que dicho vínculo genera. Cuando Frears habla de Islam y de la Fatwa que se cierne sobre la reina, lo hace con cierta ingenuidad que, evidentemente, se estima que va en pos de su desarrollo narrativo. Pero que se vuelve excesivamente orientado al servicio de la historia entre los dos protagonistas.
Abdul, por su parte, es apuesto, seductor y obediente, pero cae demasiado en la zalamería empalagosa como para que lo consideremos convincente. En un momento de inspiración, señala que lo más importante es saber servir, en una especie de justificación que resulta, por decirlo menos, discutible. El segundo indio, Mohammed, es un sujeto huraño, crítico del régimen y preocupado de volver a su país. Se le representa como un sujeto valiente pero molesto para la Corona, y que va en contra de las pretensiones aventureras de Abdul por conocer el mundo más allá de la propia tierra. Aun cuando este personaje represente el discurso disidente y visibilizador de los conflictos coloniales de la época, su papel queda desdibujado porque, en sí mismo, se reconcilian posturas que son inconmensurables. Albergar opiniones contrapuestas es posible y a menudo sucede, pero cuando aparecen descontextualizadas, poco pertinentes y sin una orgánica que las equilibre, más bien hablan de un desdibujamiento en el modo como el guión –o la dirección de actores– construye al personaje.
En Victoria y Abdul todo gira en torno a la pareja central, quitándole consistencia y espesura dramática a todo el resto del entramado en el que se mueven. Como si la energía para mantener la consistencia de la historia en pie fuese arrebatada por mandato de una reina que así lo exige. Dichos atributos, cabe señalar, se tornan necesarios para darle perspectiva y un cierto rigor que no es obligatorio, pero que debería ser suficiente para entender la complejidad de la circunstancia que el director apuesta por mostrar. Y que en este sentido, lamentablemente no está a la altura de los oropeles y los ornamentos reales que engalanan los vestidos de Victoria.
Con todo, la película descansa en la química que destila una pareja tan imposible como polémica. En eso, gusta, esparce algunas conclusiones ingeniosas, desarrolla una ingeniería de vestuario de factura envidiable y, en su mayoría, entretiene. Pero que no resuelve –o quizá ni siquiera afronta– las complejidades morales, políticas y culturales del contexto que se interesó por representar.
Victoria & Abdul (2017, 112 mins.) Stephen Frears, Reino Unido.
Judi Dench, Ali Fazal, Eddie Izzard, Tim Pigott-Smith, Adeel Akhtar.