El Domingo 7 de Enero, en su 75° versión, se entregan los Globos de Oro (Golden Globe Awards), premios concedidos a la industria cinematográfica y televisiva más sobresaliente del año, en todo el mundo en general y en Estados Unidos en particular. Cabe señalar que estas condecoraciones son decididas y entregadas por la Asociación de Prensa Extranjera de Hollywood (HFPA), vale decir, periodistas acreditados -no necesariamente norteamericanos- que trabajan en la industria.
Podría decirse, grosso modo, que la lista de nominados representa cierta panorámica mundial de lo mejor en cine del año. Aunque también se critica que dicha lista podría ser restrictiva, demasiado arbitraria y a la larga poco representativa. Sin embargo, nos parece que puede ser una buena puerta de entrada hacia la siempre interesante tarea de mirar otras filmografías. Tuvimos la posibilidad de ver las películas nominadas y, por lo tanto, nos parece pertinente poder contribuir (humildemente) a descentrar lo que vemos. Es, creemos, una invitación a desplazarse hacia otras formas de mirar, entender y, sobretodo, filmar. Las nominadas son:
- Camboya
First they killed my father – La verdad de lo que vi
Angelina Jolie, directora y ciudadana norteamericano-camboyana, mantiene todo el tiempo la perspectiva, del que es su quinto largometraje, en los ojos de quien es la protagonista principal y acaparante del relato: una niña, Loung Ung (Sareum Srey Moch). La cámara no sólo la sigue, sino que muchas veces oficia de acompañante in situ de su propia perspectiva de las cosas. Por ejemplo, cuando miramos de abajo hacia arriba a sujetos que hablan en su lengua acerca de asuntos que se oyen urgentes, decisivos y alambicados: las maniobras de la política como un idioma conocido pero a la larga inescrutable.
Loung es la menor de una familia que a partir de un momento inesperado y definitivo deja de vivir donde acostumbraba, abandona lo que poseía, emigra de donde vivía y comienza a circular por parajes boscosos o bien bucólicos. Carentes, en efecto, de toda urbanidad familiar. Todo esto, evidentemente, sin que le hubiesen consultado y que debe, por supuesto, obligarse a asumir.
Quizá uno de los puntos más logrados y conmovedores de First they killed my father sea esa coherencia temática, narrativa y contextual que Jolie transmite a partir de una infancia vigilante, impertérrita y monosilábica que va gradualmente dejando de serlo. Pero que, vale decirlo, nunca abandona aquello que la define como tal: la capacidad desprejuiciada de mirar, entre resignada y enrarecida, un país que se cae a pedazos por culpa, claro, de quienes todo el tiempo niegan las invasiones que todos se dan cuenta que ponen en marcha. No es casual que Jolie juegue en el prólogo con el testimonio del presidente Nixon –jerarca dimitido– que desestima, sin arrugarse, denominar invasión a aquellas visitas en las que irrumpe con sus tropas.
La historia de Camboya, cabe señalar, es complicada y está escrita con sangre. Uno de los genocidios más desconocidos que se definen como tal justamente ocurrió ahí, a propósito de la debacle que supone la fatal combinación entre, por una parte, la ocupación territorial del EEUU y las relaciones con el vecino Vietnam, mientras que, por otra parte, la arremetida de los Jemeres Rojos, organización guerrillera totalitaria que instituye una economía agraria, suprime las clases sociales y subsume a su propio pueblo en hambruna, confinamiento y totalitarismo. En este sentido, no es fortuito ni menor tener de productor del filme a Rithy Panh, documentalista reflexivo y ganador del Oscar por La imagen perdida, documental que se hace cargo, como puede, de representar los pormenores del genocidio camboyano ejecutado por el régimen.
En tanto, Jolie, a su modo, se interesa por el detalle cotidiano de dicha Historia: al demostrar cómo los regímenes totalitarios se parecen tanto, pero tanto, a los dogmatismos religiosos de los que tanto buscan separarse. Porque Loung y su familia deben asumirse como parte de una población que debe obediencia total a los mandatos del jerarca omnipresente que se invoca en cada comentario para justificar el control, la vigilancia y el sometimiento. Hay, en ese sentido, un esfuerzo por testificar la obediencia irrestricta a un régimen que define qué es lo que debe hacerse y cómo debe hacerse. La construcción de chozas, el cultivo del arroz y el uso del uniforme son procedimientos que la directora filma con un acercamiento en ocasiones naturalista, que enfatiza las rutinas cotidianas de control. A Jolie la interpela la debacle de la guerra (sus anteriores largos lo constatan) por lo cual su propuesta tiene pulso, contundencia y astucia, en ese sentido, para documentar cómo viene a ser el tedio terrible de acostumbrarse a hacer lo mismo todos los días por igual. En paralelo, también, traza una Camboya ruralizada, quizá selvática, pero que impresiona y apasiona en su imponencia pictórica. Es patente el presupuesto del filme, pero tal vez muchos otros podrían haber despilfarrado la oportunidad de presentar los exteriores con complacencia, petulancia o desatino.
Ahora bien, uno de los aspectos más extraños del visionado de First they killed my father es su carácter paradojal: porque hace justicia al mismo tiempo que se queda corta haciéndolo. Cuando filma la dimensión más siniestra que puede alcanzar el asolamiento de la guerra, conmueve y estremece. Precisamente porque la ficción de Jolie se esfuerza con vehemencia por hacer visible una página borrada de la historia. Siendo capaz de distanciarse de lo que filma dejando que se constate la tragedia en su expresión más virulenta. Sin embargo, en otros momentos vuelve hacia un tipo de melodrama que contraviene la contundencia del mensaje anterior. Concesión al espectador, falta de originalidad, mucho apego al material inspirador (el testimonio de la protagonista se expone en el libro autobiográfico First They Killed My Father: A Daughter of Cambodia Remembers) el caso es que la directora efectivamente tributa con justicia y contundencia a la historia camboyana cuando es el material original, la voz y la lengua de los afectados directos quienes vivencian la tragedia expuesta. Pero que también se contradice. Como si optase por ser cruda (porque no puede no serlo), al tiempo que algunas veces deja de serlo (porque su pretensión narrativa le exige que así sea). Por ejemplo, cuando se le quita densidad, a esa misma propuesta, con algunos subterfugios narrativos más bien discutibles, vinculados a la resolución de los conflictos o al desenlace de algunos nudos dramáticos.
Con todo, First They Killed My Father es un testimonio poderoso y denunciante, qué duda cabe. Pero también un material quizá menos poderoso de lo que pudo haber sugerido el antecedente brutal que recoge.
First they killed my father (2017, 137 mins.) Angelina Jolie, Camboya-Estados Unidos.
Sareum Srey Moch, Phoeung Kompheak, Sveng Socheata, Tharoth Sam.
- Chile
Una mujer fantástica – Yo soy quien soy
Pareciera que todo el tiempo los personajes de Una mujer fantástica van cayendo irremediablemente en una trampa. Cuando Marina (Daniela Vega) les impone su humanidad, primero recibe desconcierto, después escepticismo y, luego, la necesidad de hacerla calzar en alguna categoría. Hacerla calzar. Ahí, justamente, la humanidad de la protagonista quiebra de cuajo con algunas formas de nombrarla que suenan erráticas, anticuadas o autocomplacientes. Porque, en definitiva, dicen más de quien las pronuncia que de quien efectivamente las recibe. En este caso, Marina. Que es y existe en el mundo.
De Una mujer fantástica ya se ha escrito bastante: de sus flaquezas, de su poca conexión con cierta sensibilidad estética de una parte de la audiencia elitizada nacional, de la parquedad de una interpretación presuntamente sobredimensionada fuera de Chile, de su lectura supuestamente complaciente y marketera (pero admirada afuera) que algunos leen en su puesta en escena, y, también, de algunos de sus aciertos, pero si hay algo que a la fecha sigue impresionando es la lucidez con la que construye, en relación a Marina, a ese otro escrutador que la nombra desde lo más recóndito de su fantasía. Que no es otra cosa que el prejuicio operando como una infame reconstitución de escena. El médico de la urgencia, la detective de la pesquisa y la madre de la familia son roles represivos y pontificadores. Disciplinares. Y es un poco triste su destino porque todos ellos se quedan cortos cuando no tienen palabras para denominar lo que se les coloca enfrente. Cada diálogo que Marina intercambia con cada uno de ellos es conciso, informativo y casi anecdótico: pero se escucha cargado con la densidad que toda simpleza necesita para mostrarse como tal. Como siempre, y en este apartado del film, menos es más.
Volvamos a la historia: Marina es una mujer que mantiene una relación de pareja con Orlando (Francisco Reyes) un hombre sesentón que carga con una historia familiar, para él, pasada y pisada. De hecho, la primera vez que los vemos juntos, Marina interpreta Periódico de Ayer, una salsa legendaria de Héctor Lavoe que justamente hace justicia con el amor que ya no es. En el siguiente plano los encontramos bajando hacia un restorán chino a celebrar un cumpleaños: el de ella. Sus diálogos son escuetos, triviales; no necesitan decirse mucho, pareciera ser. Del festejo y el baile pasan al sexo, y de ahí, a la cama. Orlando se siente mal –terrible, de hecho– y es llevado por Marina al hospital más cercano, donde finalmente fallece por efecto de un ataque precoz aunque letal.
El resto del metraje es tener a Marina justamente transitando por la ausencia sinsentido que le significa dicha pérdida. Y lidiar, de ahí en adelante, con los efectos del deceso en quienes no pertenecen a la vida de Orlando, pero que se erigen con el derecho y la tutela de reclamar para sí el monopolio de su muerte ¿Por qué la muerte, y su representación simbólica, la asociamos casi naturalmente a una familia que la padece? pareciera que la consanguinidad de los deudos se constituye como una autorización que los valida en su sufrimiento. Como si la desdicha de perder al ser amado fuera un derecho arrebatado (¿otro más?) que disputar.
A propósito de esta circunstancia, Lelio traza un fresco claramente sui generis de la urbanidad capitalina. Pese a que Santiago no es ni ha sido Berlin, el realizador los emparenta alternando rascacielos dignos del Primer Mundo con terrenos baldíos preciosistas pero desolados. Se preocupa –quizá demasiado– de transmitir la impresión de una ciudad embellecida, claro está, pero, también, profundamente híbrida: porque Santiago es urbe y periferia y caos y locomoción colectiva y conventillos y espejos y subterráneos y quizá cuántas cosas más. Esto nos dice menos de los afanes comerciales de su propuesta estética que del modo fabuloso y depurado con el que compone el plano. Lelio presta toda la meticulosidad necesaria a la geometría que subyace a cada toma, al modo seductoramente tenaz con el que la fotografía de su propuesta se configura con pericia, cadencia y color, mucho color. En el fondo, acierta y encanta en torno a la alquimia de hacer calzar lo justo con lo justo.
Pero también, y esto no es menor, tiene el mérito de ser capaz de problematizar la urbanidad asociada a la vivencia de la protagonista. Algo así como denunciar la esquizofrenia chilensis desde el espacio público. Porque no es sólo tener a Marina cercana a un letrero impoluto en un hospital que advierte Zona Sucia, sino que es capaz de materializar una lógica de segregación territorial, literalmente. Que confina hacia las catacumbas de lo social. Que en este caso puntual, por ejemplo, aparece donde se almacenan vehículos. El estacionamiento –lugar de tránsito, no-lugar o como quiera llamársele– es el escenario perfecto, viable, en el cual Marina puede ser colocada: debajo de la Tierra. Abajo, muy abajo. Ahí Lelio no se interesa todo el tiempo por sacarla del inframundo, sino que coloca el lente precisamente en la profundidad del sauna con neones, el restorán condimentado del forastero desagradable o la fiesta y su supuesto desenfreno. Lugares luminosos que justamente no precisan la luz del Sol para brillar y resplandecerles en el rostro a quienes los habitan con desparpajo.
Es plausible –y perfectamente probable– que Una mujer fantástica hable de muchas más cosas. Porque tal como Marina y tal como Santiago, hace carne la presunción caleidoscópica de que todo, siempre, puede ser algo más. De hecho, muchas cosas más.
Una mujer fantástica (2017, 106 mins.) Sebastián Lelio, Chile-España.
Daniela Vega, Francisco Reyes, Luis Gnecco, Aline Küppenheim, Amparo Noguera.
- Suecia
The square – Credo quia absurdum
Le debemos a Marcel Duchamp, entre otras cosas, la posibilidad de pensar la expresión estética como una manifestación humana espontánea, liberada de la pretensión solemne y anquilosada que organizó, un siglo atrás, al arte. Mientras tanto, a Warhol le debemos la subversión del producto artístico a través de una forma de experimentación que descentró los modos como se organizaban los criterios estéticos y, fundamentalmente, sus mecanismos de circulación. Ambas propuestas, radicales para su tiempo, ininteligibles para sus detractores y revolucionarias para sus pares, constituyen, con el paso del tiempo, una herencia a la cual es complejo no defraudar ni contradecir. El protagonista de The Square, en la práctica, no deja de encontrarse con esta temible encrucijada: cómo sostener y rentabilizar el imperativo que ambos artistas le endosaron. Que el Arte obstinadamente le endosa.
En el primer tramo de The Square vemos a Christian (Claes Bang) curador del Museo de Arte Moderno de Estocolmo, trasnochado y somnoliento, dirigirse a una entrevista que le realiza Anne (Elizabeth Moss, a.k.a. Peggy Olson). Entre muchos temas, la periodista le consulta por las formas de financiamiento del museo, sus estrategias personales para reivindicar vanguardias y, en particular, a qué exactamente se refieren las jerigonzas que en algún momento se dedicó a desperdigar en manifiestos pretenciosos respecto de la Subversión del Arte. El protagonista se mueve con lucidez cuando reflexiona hasta qué punto el objeto de arte se define por el lugar donde se le coloca en un museo. Suena razonable: lo suficientemente erudito para no acoger réplicas. Su problema es que, en el fondo, e independientemente de lo que pueda alardear en una entrevista, Christian sigue siendo un sujeto definido por las lógicas cotidianas que su rol le adjudica: debe financiar y sostener una institución que justamente debe hacer de la vanguardia un imperativo. En este sentido, una de las alternativas que le ofrecen los asesores del museo es más o menos lo que se estila en estos tiempos: la estrategia comunicacional que levantan las Relaciones Públicas parece, siempre, la mejor opción. Sin embargo, la pregunta va a seguir siendo cómo se reinventa el arte cuando ya está todo dicho y hecho.
Decir que The Square sólo aspira al barroquismo museológico o a la crítica del sujeto snob sería caer en la misma miopía con la que ciertos sectores de ciertas élites se aproximan a ciertas experiencias artísticas. Al contrario, en el filme se articulan preguntas urgentemente irritantes que pugnan, siempre, por salir a la superficie: cuáles son los criterios fijados por los límites éticos en torno a la expresión artística, cuál es el rol de los dispositivos de circulación y reproductibilidad en el modo como se convoca a las audiencias a vivenciar el arte como experiencia, y en qué medida el arte es sólo un efecto de transacciones de intereses que no difieren de otros campos mucho menos glamorosos, como la política, el marketing o la propaganda. Todo lo anterior tamizado por una lectura contemporánea acerca del Otro incógnito que nos trae la urbanidad: sea migrante, mendigo o mandril, todos ellos son formatos del bárbaro posmoderno del que el arte, en este caso, busca usufructuar.
Ahora bien, la coordenada que orienta a esta sátira estetizada y falsamente circunscrita al campo del Arte, viene a ser la instalación que da nombre al filme: The Square –literalmente, un perímetro cúbico iluminado en la fachada del museo– es una experiencia que invita a los espectadores a situarse en sus fronteras para, dentro de dichos confines, relacionarse de manera altruista, pro-social, cooperativa y co-responsable. Parábola perversa de un tiempo que nos asfixia, la película no escatima en anteponer a las buenas intenciones de la obra personajes maniáticos, misantrópicos e individualizados, cuya rapacidad personalista brilla en las conductas que sus acrobacias retóricas no logran, en lo absoluto, difuminar.
Con una estética palaciega, planos geométricos y cierto cubismo de perspectiva, The Square es una sátira amarga, irónica y elocuente que habla de mucho más que del arte que se encierra en los monasterios que se dedican a almacenarlo. Östlund persevera en la ironía mordaz que ya desarrolló en sus tempranos cortometrajes o consolidó en Force Majeure (2014): es un realizador preciosista y concienzudo de la forma, que no resta énfasis a cómo la entropía y el caos puede perfectamente filtrarse en esas interacciones cotidianas que exigen de nosotros ingenio retórico y habilidad para sortear, como sea posible, las cosas del decir o los baches del actuar. Para Östlund, el acto fallido es el material primigenio con el que contar historias.
En este sentido, la iconoclastía fulgurante en The Square cuaja de manera magistral no sólo con un realizador a la altura de la tarea, sino que también con la posibilidad de sintetizar, en una de las secuencias más incómodamente sublimes que nos haya regalado Escandinavia, el paroxismo cínico que define a una élite que no deja de reclamar para sí el monopolio interpretativo de toda vivencia artística. Lo interesante aquí es que la puesta en escena que la experiencia del arte reivindica no pierde de vista la posibilidad de que este se ría, sin que algunas veces lo intuyamos, en nuestra cara. Tener la posibilidad, la ventaja y el privilegio de ver The Square en un festival rodeado de privilegios de élite es justamente el chiste del que Östlund pareciera hacernos objeto. A nosotros, impasibles chivos expiatorios que ante la bestia indomable que respira en nuestra cara sólo atinamos a asentir con cortesía.
Un arte no se juega en la comprensión de su sentido: es todo menos entenderlo. Y quizá, como Parra, como Warhol o como Duchamp, sea una gran broma. Una broma infinita.
The Square (2017, 142 mins.) Suecia, Ruben Östlund.
Claes Bang, Elizabeth Moss, Dominic West, Terry Notary.
https://youtu.be/zKDPrpJEGBY
- Rusia
Loveless – Acompáñame a estar solo
Aliosha (Matvey Novikov) sale del colegio y se dirige a casa. Su hogar es un piso que debe abandonar porque el matrimonio que lo habita –sus padres– decidió, en común acuerdo, dejar de ser pareja. Por lo tanto, ambos deciden poner el piso a la venta. Lo antes posible. Claramente, nadie le pregunta nada a Aliosha: es un niño, y los niños acatan.
Podríamos decir que Aliosha es un sujeto residual, un personaje trágico en un sentido amplio, porque es el fruto de un proyecto común pero truncado. Un recordatorio insidioso de lo que alguna vez pasó. Un rastro, a todas luces, incómodo. El excedente de los escombros de una pareja. Aliosha, también, podría ser un nombre casi mítico, porque trae a la memoria a Aliosha Karamazov, el hermano monje de la novela de Dostoievski, Los Hermanos Karamazov. También hay, en el niño Aliosha del filme, en su deseo emancipador pero desesperado que surge de la desesperanza de fugarse por no tener otra opción, una antítesis interesante que sirve como el contrapunto con otro personaje de la novela: Kolia Krasotkin, un semi-adolescente forajido, lúcido y territorial que hace las veces de villano pero también del prototipo intrépido de cierta audacia malsana forjada por la calle, la supervivencia y el abandono.
En Loveless hay un momento duro, implacable, en donde los padres justamente debaten sobre su ruptura: qué hacer con lo que sobra. Vender el piso, por una parte. Además de enviar al primogénito a un internado donde la ausencia remota de ese hijo les permita mitigar la culpa lacerante de un destino torcido. Podrán dejar de ser pareja en un acuerdo diplomático a puertas cerradas, pero el designio definitivo de compartir la descendencia es un asunto culposo que los atosigará dondequiera que vayan.
Los temas en los que se detiene el filme resultan, en principio, apabullantes: los efectos en la infancia de contextos de los que sólo son testigos desafortunadamente directos, el resquebrajamiento letal de dos sujetos y todo lo que llevan consigo, la semejanza brutal y transgeneracional de ciertas formas del maltrato. A los personajes de Loveless los arrolla constantemente una fuerza de la que no son testigos pero que no cesa de aparecérseles cotidianamente: resisten como pueden pero no logran disimular su profunda y precaria indefensión. Un personaje lo define mejor que nadie: no se puede vivir en desamor.
Es curioso pensar cuán tolerables, vivibles, pueden volverse algunas tragedias que perfectamente nos pueden resultar, desde fuera, intolerables.
Boris (Alexey Rozin) y Zhenya (Maryana Spivak) son el desgarrador retrato de esta encrucijada: matrimonio en vías de dejar de serlo, ambos por su parte depositan afectos en nuevos vínculos mientras desbaratan todo indicio molesto del esplendor pasado y perdido. Ambos acometen con desidia la tarea de demolición necesaria para dar paso a una nueva re-construcción en sus vidas. El tema es que, repetitivamente, se abandonan a sus nuevos vínculos con la misma fuerza que desanudan aquellos que los unieron.
En ese escenario, Aliosha, un día, desayuna, toma sus cosas y se va. El plano nos lo muestra bajando una escalera, y de ahí en adelante no vuelve a aparecer.
Andréi Zviáguintsev es un director que antes había ya husmeado entre las disfuncionalidades y los vínculos rotos –la desgarradora Elena (2011) le valió dos premios en Cannes–, pero nunca habíamos presenciado una fábula pesimista tan poderosamente elocuente, moralmente desoladora e implacablemente elegante como en Loveless. El realizador no sólo se permite diagnosticar la hipocresía enajenada de cierta sociedad recientemente autosatisfecha, sino que se inmiscuye en los mecanismos privados que lo hacen posible. Porque la puesta en escena reposada, acompasada y casi quirúrgica de su propuesta nos permite acceder a los dormitorios se sujetos desamparados y ensombrecidos en su miseria, acaso el único lugar donde los personajes se permiten algo de disfrute. Con un uso cansino pero envolvente del zoom, presenciamos una propuesta que juega y piensa calculadamente cada plano. Zviáguintsev se preocupa por nutrir los planos y usar la perspectiva para narrar el espacio, ya sea en un hall conectado al dormitorio, los restos de un teatro en ruinas o un paraje cubierto por vegetación seca. Construyendo la narración amparado en una suerte de pequeños micro relatos que se condensan magistralmente en cada plano.
Aunque lo que particularmente destaca es el modo como da cuenta de los vínculos desde lo que los personajes se dicen: hay un registro certero, ominoso y lacerante en las sentencias dolientes y resignadas de la pareja, o en las monsergas altisonantes de una madre que no supo qué hacer con su malestar más que lanzarlo, como aguijones teledirigidos, hacia los demás.
Así, Loveless sorprende e incomoda, pero también registra con detalle y franqueza lo que pasa en el territorio del desamor. Es un cine rotundo, doliente. Pero magistralmente orquestado. En definitiva: un deleite un poco acongojado.
Loveless (2017, 128 mins.) Andréi Zviáguintsev, Rusia.
Maryana Spivak, Aleksey Rozin, Matvey Novikov, Marina Vasilyeva.
- Alemania
In the fade – Mapuches Colombianos Terroristas
Hace meses, en el noticiero central del canal nacional de televisión, una mujer se quejó de que, entre las causas de los altos índices de evasión del transporte público, muchos extranjeros se subían, y ninguno pagaba. Eso, decía, daba impotencia. Todo lo anterior sucedía a ojos de un pasajero extranjero que, sentado al lado, le replicaba que sí, que él sí había pagado el pasaje. La nota se volvió viral, recibió cobertura de programas mañaneros y a la fecha acumula 10 mil visitas en Youtube. Fatih Akin, ciudadano alemán de ascendencia turca, es un realizador audaz y atento que recoge en In the Fade un tema que sacude los tabloides semana tras semana, acá en Chile y allá en Europa: quiénes son los otros y cómo los construimos. En este sentido, la película se siente actual y urgente, como si tuviera la convicción de la necesidad de decir algo que no debiese quedar oculto.
El primer plano de la película nos introduce a Nury (Numan Acar) quien, saliendo de su celda, se encamina hacia el patio de una cárcel donde lo espera su novia, Katja (Diane Kruger), lista para formalizar el sagrado vínculo que los consagrará hasta que la muerte los separe. Tal como se estila en algunas tradiciones, la mujer adquiere el apellido del marido: en este caso, Sekerci. El apellido foráneo siempre es una tábula rasa donde, para bien o para mal, se registran los imaginarios que nos contamos sobre el otro. En Alemania, Sekerci no es Möller.
De ahí en adelante, Katja deviene un ser mestizo, forzado por el destino a confrontar una circunstancia apabullante: su familia le es arrebatada producto de un atentado de procedencia desconocida. La investigación que activa la tragedia pone en juego las categorías que le sirven a los peritos para interpretar el escenario: quiénes fueron los victimarios, cómo perpetraron la catástrofe y, fundamentalmente, qué motivos justifican lo injustificable. En primera instancia, se presume que el atentado tiene que ver con motivaciones religiosas (el marido es turco), étnicas (podría ser kurdo) o criminales (estuvo en la cárcel). Suficientes antecedentes para trazar conjeturas razonables. Al mismo tiempo, los responsables podrían ser seguramente europeos del Este o mafias organizadas: turcas, kurdas o albanesas. Nadie lo dice, pero podríamos imaginar que los sospechosos de siempre también incluyen a gitanos, judíos, eslovacos, rumanos o búlgaros. O peor aún: musulmanes yihadistas. Europa, como cualquier otro lugar, siempre tiene periferias. No obstante, Katya es enfática: no han sido los turcos, son los nazis. A contracorriente del establishment, el origen no es político, religioso ni criminal: es racial. No han sido ellos, sino que los que están entre nosotros y son como nosotros.
Ira Shor y Robert Stam (2002) en Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, denominan al eurocentrismo como un discurso que entierra, da por supuesto y normaliza las relaciones de poder jerárquicas generadas por el colonialismo y el imperialismo, sin siquiera convertir esas cuestiones en temas discutibles de manera directa. El último filme de Akin brilla en esto: en poder iluminar aquellas categorías de lo foráneo justamente cuando estas parecen circular de manera soterrada en las narrativas que sostienen lo social. Porque a partir de un acontecimiento trágico y muy actual construye una cartografía que devela cuáles son las denominaciones que definen los dos lugares de la vereda: ellos y nosotros. Y cómo, finalmente, estas denominaciones se filtran hasta en aquello que pensamos como libre de polvo y paja: los sistemas judiciales, las estructuras legales y los procedimientos burocráticos. Aquellos que constitucionalmente debiesen velar por todos y todas. En definitiva, Akin nos avisa sobre la presencia de distinciones en los lugares donde pareciera que no las hay.
Tal esfuerzo no sorprende en el realizador turco-alemán. Cuando quince años atrás deslumbró a la crítica con Contra la pared (2014) –una historia apasionada, lacerante y vertiginosa sobre el matrimonio de dos turcos-alemanes– se inauguró una filmografía que reflexiona sobre el rol mestizo dentro de una sociedad que, entre otras cosas, después de la guerra importó turcos como mano de obra para reconstruir un país en ruinas. Dicha migración constituye el flujo migratorio más significativo –casi tres millones– dentro de un país en términos de población inmigrante no-caucásica. Por lo tanto, comedias multiculturales como Soul Kitchen (2009) o dramas sobre la condición del sujeto inmigrante como Auf der anderen Seite (2007), complejizan una apuesta personal por escudriñar en los procesos subjetivos y relacionales que se trastocan con la itinerancia.
Ahora bien, se le achaca al director cierto exceso presuntuoso en términos narrativos, concordantes con giros en las tramas que incomodan al espectador. In the fade no elude estos recursos, sino que más bien los depura en una propuesta pulida y trabajada. A través de una estructura en capítulos, relata la historia de cómo se vive después de la tragedia y cuál es el rol de la justicia en facilitar (o no) dicho tránsito. Pese a moverse entre géneros, el resultado satisface y conmueve. Sin embargo, en ocasiones los antagonistas se caricaturizan y sólo sirven para complejizar aún más la tragedia de la protagonista. El rol de Diane Kruger es central y quizá hasta cierto punto centrífugo del resto, lo cual resta densidad a la espesura que podrían tener los personajes que la acompañan. El mensaje que denuncia Akin es potente, necesario y lapidario, la ejecución que obtiene se siente lograda y organizada y la interpretación, al fin y al cabo, es sobresaliente. En este sentido, también se extraña, quizá más que en sus anteriores filmes, cierta armonía que pondere mejor el producto final. O que la presencia del desequilibrio equilibrado característico de propuestas anteriores, se hubiese calibrado.
In the fade (Aus dem nichts) (2017, 106 min.) Alemania, Fatih Akin.
Diane Kruger, Denis Moschitto, Numan Acar, Samia Muriel Chancrin, Johannes Krisch.