Reseñas: Premios Goya 2019 – Categoría Mejor Película Iberoamericana

El Sábado 2 de Febrero, en su 33° edición, se entregaron los Premios Goya, ceremonia anual de reconocimiento por parte de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España. En general, es una distinción propia de una Academia nacional, como muchos países de hecho la tienen (sin ir más lejos, los Oscar representan a la Academia estadounidense). En cierto sentido, es una ceremonia que permite reconocer los méritos de la industria nacional, pero que además –en una relación colonial curiosa y controvertida– reconoce también a las películas con las que España comparte región geopolítica (Europa) y lengua materna (América hispanoparlante). Chile, de hecho, ha ganado el Goya en cuatro oportunidades: Con Una mujer fantástica en 2017, con La vida de los peces en 2010, con La buena vida en 2008, y con La frontera en 1991.
Más allá de lo que podamos decir de la ceremonia y los galardonados ibéricos (que dan para otra columna), anualmente los Goya generan una síntesis concisa y arbitraria del panorama latinoamericano. Vimos las películas nominadas, y nos parece relevante poder utilizar la excusa de esta premiación para poder mirar lo que se hizo en el continente y que para otras latitudes –y puntos de vista– mereció cierta atención. Las nominadas son:

  •  Argentina

El Ángel – Sin filtro

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*Esta reseña fue publicada originalmente el 30 de Agosto de 2018

Una de primeras cosas que impresiona de esta historia  –si atendemos a lo que nos cuenta ese inusual prólogo que nos anticipa al protagonista de El ángel–  es la capacidad casi automática del personaje de verse completamente inmune a ese remordimiento contradictorio que solemos tener muchos cuando pensamos, siquiera, en la posibilidad de transgredir o sentir disfrute en la invasión de la propiedad privada del otro. Como si pudiese ser posible no hacer caso a ninguna de las reglas, tácitas o explícitas, que majaderamente nos han venido formado. En ese rizado Carlos Robledo Puch (Lorenzo Ferro), más que la expresión de algún tipo de placer, desenfado o frenesí, hay algo mucho más inhóspito: un misterio, una especie de abandono febril ante el disfrute total de la experiencia de ver cumplido lo que muchos, como decíamos, sólo atisban o se contentan con pensar. En el fondo, transgredir sin reproche, con soltura y desparpajo, el espacio protegido de otro.

Hay entonces, en El Ángel, un parecido no tan remoto con La naranja mecánica (1975), ese monasterio cinematográfico sobre el destino trágico de un joven vandálico que se emborracha con leche descremada y que da rienda suelta a todo tipo de pulsiones a contrapelo de una sociedad precisamente empeñada en gestionar, vigilar y castigar a los mismos parroquianos que les salen de las entrañas. Aunque tampoco es sólo eso, sino que también ese carácter paradójico que ambos sádicos protagónicos comparten: la audacia ambivalente de ser monstruoso, pero también desafectado y no enteramente consciente de su propia transgresión. Carlos Robledo hace muchas cosas horribles pero alberga, bien en el fondo, una cierta ingenuidad que lo inmuniza ante la rendición de cuentas personal.

En suma, Robledo Puch es civilización y barbarie al mismo tiempo.

Corrompido, bobalicón y ambiguo, Carlitos es un casi adolescente capaz de pasar por alto cualquier norma social que, literalmente, se le interponga en su camino. En todo lo que hace no hay reproche alguno. Tal vez porque, como no es un adulto propiamente tal, siente que puede encontrarse más allá de toda moral. O porque, quizá, dicha moral nunca le alcanzó a llegar. Ambigüedad sexual, relativismo valórico y precocidad impetuosa se sintetizan en un personaje pantanoso, totalmente inescrutable.

Además, se nos pinta como un caso perdido. Escolar al borde de la deserción, es ingresado por sus padres –tan convencionales como pusilánimes– en un colegio donde conoce a Ramón, verdaderamente su antípoda. Carlitos es enclenque, platinado y seductor mientras que su colega es fornido, morocho y resuelto. Es Ramón quien inicia a su compañero en una espiral transgresora que le sirve de catarsis o de ocasión para tornar en acto todas sus pulsiones. Porque detrás del pacto que instituyen hay una posibilidad cierta de asociarse para degradar toda norma o convención.

En ese sentido, el Ángel puede ser la continuación lógica de El Clan (2017) –otro policial-basado-en-hechos-reales que combina eficazmente cine de autor y anuencia comercial– pero también es el enésimo retrato de la caída de un sujeto sin más moral que la que le dicta su instinto. Una historia barroca sobre un personaje que nunca se ve totalmente interpelado por lo que le sucede (como si eso fuese realmente posible).

Una película hecha a la medida de un personaje centrípeto, sobre el cual orbita una historia narrativamente audaz, dosificadamente preciosista, cromáticamente indiscutible y a menudo tan onírica, desenfrenada y frívola como esa danza catártica ad portas del infierno que vemos, en esta película efectiva, cuando menos lo esperamos.

El Ángel (2018, 126 mins.) Luis Ortega, Argentina
Lorenzo Ferro, Daniel Fanego, Mercedes Morán, Luis Gnecco, Chino Darín

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  • Chile

Los perros – Bestiario

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*Esta reseña fue publicada originalmente el 23 de Marzo de 2018

Hay un detalle que en esta película no debiera pasar inadvertido para el espectador local. Un auto, en un plano panorámico musicalizado, recorre y divisa, en dirección Oriente y a lo largo de una autopista concesionada, cerros y casas arriba de ellos. Esta zona de Santiago tiene una relación casi instintiva con el sector sociodemográfico del que Los perros toma su universo. Porque a la directora, ante todo, le interesa retratar los hechos a partir de la vivencia de cierta élite. De naturaleza más aristocrática que empresarial (aun cuando, a efectos prácticos, ambas cosas terminen siendo lo mismo). Por lo tanto, tanto territorial como simbólicamente, este relato se consolida en aquel sector de la sociedad que administra, negocia y controla el destino del país. Además de las formas como, a propósito de eso, se orientan determinados cambios culturales.

Una de las primeras impresiones que es posible que despierte Los perros a alguna audiencia es su presunta desconexión e intrincada ambigüedad: estilística, narrativa y temática. De ahí se le haya catalogado, en algunos lugares, como un film vago e inconsistente.

Nada más lejos.

Mariana Blanco (Antonia Zegers) es la hija de un terrateniente (Alejandro Sieveking: un lujo) que, sostenido en lo que su figura representa, no le permite a su hija tomar parte en decisiones que le competen. Al mismo tiempo, también es la esposa de un marido (Rafael Spregelburd) displicente, fantoche y mansplaineador. Y en última instancia –y a propósito de los pasatiempos con los que se las ingenia para combatir un ocio muy burgués– es la alumna aplicada de Juan (Alfredo Castro), profesor de equitación de pasado castrense lo suficientemente opaco como para no invocar ningún escrúpulo. Dicha triada patriarcal se vuelve sugestiva en la medida que logra activar cierto patrón relacional en el estilo de Mariana respecto de los hombres, y es ahí donde Said se vuelve tan mordaz como rotunda: Al prefigurar los vínculos desde una puerilidad transgresora propia de cierta adolescencia infantil. Atenta al riesgo, al tiempo que seducida por el vórtice al que se complace en desafiar. Su carácter tramposamente indomable es la contracara perfecta de la subyugación irrestricta a los mandatos de este triunvirato. Blanco es un personaje denso aunque superfluo, decidido aunque arbitrario: logra hacer carne la complejidad de ser, simultáneamente, los dos polos de un continuo que termina, en ella, uniéndose.

En este sentido, parte del metraje y desarrollo dramático lo ocupa la relación que se establece entre Blanco y el Coronel profesor de equitación. Ahí se genera una interacción seductora y patronizada que nunca abandona el tono incestuoso que Mariana repite y repite. Aunque con el tiempo, va decantando hacia el interés de Mariana por la exhumación de un pasado que al inicio le provoca consternación. Para mutar, con el tiempo, en cierta aceptación aquiescente.

Es interesante que parte de las metáforas con las que Said recubre su relato se jueguen en este binomio para interpretar un problema central en la memoria histórica del presente: la impunidad ante la tortura inmisericorde y la participación activa en la maquinaria del genocidio. Porque la memoria en sus distintas formas –en lo que tal vez es una lección irónica de la historia– no se resigna a abandonar la agenda pública. Los perros, en este sentido, es una película certera en torno al timing en la que emerge.

También, Los perros es una película decidida en el modo como elabora una propuesta formal que acompaña con destreza al material narrativo que construye. El juego de luces y sombras, la oscuridad tenue que recubre parte de las locaciones y sus respectivas atmósferas, o las exploraciones en la profundidad que se alcanzan a percibir en la composición de los planos, son elementos que se aprecian depurados y que subrayan consistentemente el material fílmico más que en lo que se puede ver en otras apuestas estilísticas nacionales. Hay oficio en Said al jugar con una atmósfera lóbrega, densa, que ofusca sistemáticamente todo intento de luz que alcance –o se atreva–  a filtrarse.

Con todo, Los perros se configura como una reflexión sugestiva y audaz en su ambivalencia sobre un grupo de personajes con evidentes torceduras morales, atravesados por una condición de clase enmohecida que los condena sin piedad a una tragedia insoportable: ese limbo tortuoso que no les termina por asegurar, muy a su pesar, ningún tipo de sentencia. Ni algún tipo de acceso a las puertas del cielo o las cloacas del infierno.

Los perros (2017, 94 mins.) Marcela Said, Chile
Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking, Rafael Spregelburd

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  • México

Roma – Jauja

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Uno de los efectos más inmediatos que tuvo el estreno de Roma –junto con el interminable preámbulo que pavimentó su lanzamiento– fue su capacidad de sacudir por completo a cierto sector de la opinión pública especializada. Por primera vez en bastante tiempo, una película podía ser capaz de concitar la atención más allá de sus méritos propios como síntesis cultural o producto de consumo. Lo cual no es muy extraño considerando las condiciones ciertamente inusuales de su llegada: película del Tercer Mundo financiada por un servicio online multimillonario y multitudinario, deseoso de ostentar calidad en su oferta programática (no hace mucho alguien decía que Netflix era el Wallmart del streaming), que mantuvo constantes disputas con los representantes de las formas tradicionales de consumir cine, que fue honorada con una exhibición rimbombante y galardonada en el Festival de Venecia (Leon de Oro de por medio). El acontecimiento que ha supuesto Roma ha sido francamente indiscutible y a la fecha sigue acumulando miradas, críticas, enfoques, además de exegetas, detractores y aduladores en proporciones parecidas. De hecho, pocas veces se han visto tantas columnas dedicadas a resolver –o aportillar– sus misterios. Desde un Guillermo del Toro twitero y pedagógico hasta un Slajoj Zizek pitoniso y disidente, las interpretaciones del filme sólo son comparables con el grado de depuración a la que seguramente fue sometido todo su proceso de producción.

Y bueno, dentro de todo este vendaval de voces y tonos en torno al filme, quizá sea útil volver al propio director y a la obsesión que éste persigue: porque Roma parte de la propia historia personal de Cuarón en tanto retoño privilegiado de cierta élite intelectual urbana mexicana capitalina. Al tiempo que también entraña, en términos de su propia filmografía, el retorno al país de origen: un Distrito Federal vertiginoso e idealizado por el recuerdo de la infancia. Orientado desde el deseo de filmar aquello que conocimos cuando fuimos lo que ya no.

Este antecedente no es menor si se atiende a que Roma puede ser justamente una película que se articula ante lo que Mircea Eliade explicita en El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición (1949) y su forma de caracterizar ciertos rasgos de las sociedades arcaicas. Que no es sino esa pulsión que retrotrae permanentemente a los sujetos hacia aquello que les dio forma primigenia en aquél primer tiempo mítico. En este caso, la infancia mexicana del hogar seguro y de quién, ante todo, la encarnó estoicamente. Alfonso Cuarón es financiado por sus mecenas del streaming para permitirse –tal vez por sentido de la oportunidad mezclado con necesidad personal– volver a su país de las maravillas, un territorio idílico que, apuntalado por sus condiciones de producción, permite la expresión total de una reminiscencia omnipresente. Desde su puesta en escena pero también desde la diletancia versátil de un director que las oficia de fotógrafo, guionista y quizá cuantas cosas más.

Ahora bien, constatemos un hecho: Cuarón vuelve a México (a pesar de que sus películas de hecho tengan mucho que ver con las formas del propio retorno). Aunque también podría sernos útil volver junto con él a su película más típicamente local y más originalmente iniciática: Y tu mama también (2001). Y no solamente por trazar una línea de lectura original y antojadiza, sino porque el mismo director sitúa esta película en su forma de poder quizá pensar a Roma en tanto eslabón de una trayectoria. En tanto repetición de la primera aparición que inaugura el mito. Porque justamente el modo en que podríamos emparentar ambas películas permite, de alguna manera, navegar sin distracciones entre el tumulto que su última película ha provocado.

Ambas películas, podríamos decir, se articulan desde la idea del viaje como experiencia iniciática pero también transformadora y epifánica: Y tu mama también nos coloca en el recorrido en cuatro ruedas de dos adolescentes acaudalados (Diego  Luna y Gael García Bernal) impetuosos y febrilmente erotizados por un México que a veces, cuando no están preocupados por sus propias feromonas, observan desde la ventana trasera: un espacio salvaje, audaz y recóndito, prolífico en una serie de experiencias que a ellos, cómodos en sus casas con aire acondicionado, tristemente se les escapan. En una coordenada semejante, cuando Cleo (Yalitza Aparicio), criada, mixteca, mujer, soltera, inicia un recorrido –en este caso por el México profundo y marginal– para dar con un hombre desaparecido, o cuando las circunstancias de la servidumbre (¿voluntaria?), van paulatinamente metamorfoseando la manera de cómo, ella misma, se va reposicionando respecto de quienes la vemos pero también respecto de las categorías que la entienden en su contexto. Jóvenes que quieren creerse adultos sin necesariamente saber cómo serlo; mujeres que quieren satisfacer expectativas sin necesariamente pensar en las formas que las confinan ahí, ambos personajes son rehenes de circunstancias que en algún momento terminan por exceder de manera voluntaria. Porque la vida, para ellos, es el viaje que implica descubrir que el universo que conocen está cercado por unos límites que les pusieron ahí sujetos que no conocen y a quienes no pueden plantearles queja alguna, pero que cuando se permiten correr esas fronteras, se encuentran con la tragedia de un universo voraz que intenta tragarlos sin contemplación.

Pero también, hay algo que, tal vez como el mismo Cuarón en su periplo chilango, no puede pasar por alto: y que tiene que ver con la forma que tenemos todos, mal que mal, de volver a esos lugares donde amamos la vida, o donde, al fin y al cabo, decidimos declarar como patria. Ese lugar de descanso o repliegue que no incluye, en palabras de Vargas Llosa, ni las banderas ni a los himnos, ni a los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino que a un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver. Cleo retorna (creemos que transformada) al mismo lugar desde donde sale, Tenoch y Julio vuelven distintos al mismo lugar que los verá separarse (nos parece) por siempre jamás. Cuaron vuelve a México tal vez porque también se da cuenta, como todos sus personajes, que volver distinto al lugar de origen es la única manera concreta de no defraudarse. Una idea que tal vez recorre a gran parte de todo el exilio latinoamericano pero que también encarna su propia filmografía.

En ese sentido, Roma no es otra cosa que una transliteración del propio director, la confirmación hecha película de una intuición que a veces lo supura como nada. Porque el recuerdo tanto duele como consuela. Es, a la larga, una manera de hacerse personaje de sus propias historias, hechas a la medida de hombres y mujeres que vuelven distintos al mismo lugar en que los encontramos al inicio de las películas que protagonizan. Un lugar que como dice Joan Didion, así es y será siempre, un verdadero mundo sin fin.

Por lo tanto, Roma es el escenario vigoroso de un retrato del pasado, hecho presente con los ingredientes que el recuerdo es capaz de arrebatarle a esa insistente tendencia de volver a tientas hacia eso que pensamos que nos hizo. Y de ahí que su ambigüedad en tanto película se extienda a todos los confines que alcanza, porque la supuesta negación o el poco interés en develar su propio afán provocador tal vez es su mayor mérito. Ahí cuando su ambigüedad ideológica –¿Es legítimo filmar la institución de la esclavitud moderna teñida de afecto? – su estetización formal –¿Es correcto filmar con tanto detalle una película que podemos ver en el teléfono?–  y su correlato personal –¿En qué medida una película se libera del juicio cuando convive con el testimonio personal, con el punto de vista– la conviertan en una obra indiscutidamente conmovedora, ideológicamente contradictoria, emocionalmente demandante, y audiovisualmente elegíaca. Trascendental, si me apuro.

Roma (2018, 137 min.) Alfonso Cuarón, México
Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Jorge Antonio Guerrero, Nancy García

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  • Uruguay

La noche de 12 años – Guardar el silencio

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Va a sonar de perogrullo, pero las dictaduras latinoamericanas –que fueron pródigas en calamidades– se parecen en lo mismo que las distingue: en los grados y las formas en que ejercieron su barbarie programada. Lo que pasa es que algunas veces nosotros, sobrecogidos por los alcances nacionales casi totales de la experiencia, tendemos a cometer el error de perspectiva de pasar por alto los ribetes catastróficos que alcanzaron los holocaustos vecinos. Y bueno, también porque el peso del mal nos pesa, pero además, a menudo nos agobia. Al punto de no siempre tener cabeza, escrúpulos o estómago para interesarnos por conocer el detalle de las implicancias de las tragedias del otro, sea este un país completo o una historia pasada y ajena. Este problema a menudo es transitorio, y se cura, entre otras cosas, leyendo libros, conociendo gente o atendiendo a películas como esta.

Uruguay es un país pequeño y en muchas cosas ejemplar, aunque a ratos excesivamente fetichizado. El tema es que cuenta un Museo de la Memoria proporcional a su tamaño, en el que no cabe su propio dolor. Eso lo vuelve semejante al chileno. Puestas así las cosas, y pese a las polémicas espurias que buscan relativizar las importancias de los Museos de las Memorias, estos nos confirman día tras día que documentar la barbarie no es un tema de tamaño ni de alcances ni bandos, sino que un deber con la historia y con quienes la escribieron.

Álvaro Brechner, por su parte, es uruguayo y tiene experiencia filmando (hace unos años, Héctor Noguera fue su protagónico en una película, Mr. Kaplan (2014), que casi gana un Goya), pero tal vez no había tenido un desafío de la envergadura de lo que nos presenta La noche de 12 años: una coproducción multinacional con actores trinacionales que trata un tema, es cierto, que resuena en todas las latitudes, pero que a la vez es muy particular de su propio régimen dictatorial. En el filme, Brechner documenta un episodio que se inspira en el libro de memorias de dos de sus implicados, Memorias del calabozo, de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro. Aunque probablemente esto importa menos que el hecho que dicha peripecia haya tenido también de protagonista a José Mujica, activista ocasional, militante tupamaro, rockstar itinerante y ex presidente de la Nación. Rosencof y Fernández, acompañados por Mujica, fueron puestos a disposición de la autoridad militar uruguaya que se hizo con el poder de retenerlos, torturarlos y encarcelarlos por la cantidad de años que titula la película. Excusa perfecta para armar una narración rememorada por los testigos directos en unas memorias con forma de libro.

La suerte es que la película no es sólo eso, sino que también una historia ágil y a ratos conmovedora. Tal vez porque es difícil abstraerse a la realidad que representa del filme, sin que eso haga de ella necesariamente una película manipuladora o una fábula ingenua de superación personal. Sino por el hecho de que da cuenta de una dimensión original fundamentada por la particularidad de la historia uruguaya: los presos a la vez son rehenes del régimen, y son trasladados por más de una década a lugares diversos pero semejantes en su degradación. Es interesante que los protagonistas sean justamente el incómodo recordatorio de una acción arbitraria para la cual el régimen no tiene otra opción que esconderla más de lo que pueden: como si fuese muy sencillo convivir y gobernar con una piedra en el zapato. Metáfora macabra de la miopía de los tiranos, los presos se presentan carcomidos y al borde de perder los estribos, pero nunca deja de estar patente la incompetencia del gobierno de facto de resolver su detención. Esta circunstancia terrible puede ser una muestra del potencial maquiavélico de los militares, aunque también puede ser un producto banal de su propia incompetencia burocrática. Tal como la película nos lo presenta muchas veces: en sujetos cuya torpeza se hace cómica cuando se combina, de la peor manera, con una jerarquía rígida y muchas veces bastante patética. El mal, muchas veces –dijeron por ahí– es una vil banalidad.

Esta excusa le permite a Brechner trazar un relato lúcido y ágil sobre el confinamiento y el modo que el sujeto tiene de lidiar con su propia soledad. No es sencillo armar una película con tres de sus personajes encarcelados tanto tiempo, pero ahí el director se las arregla con recurrir a la representación alegórica del recuerdo, la añoranza y los datos contextuales para dotar a la historia de mayor perspectiva. Aun cuando su real mérito es quizá documentar la lacerante extenuación física y subjetiva de sus personajes, además de los intentos, ingeniosamente montados, de comunicarse entre ellos mismos o con sus propios celadores. En ese sentido, La noche de 12 años aprueba al hacer fílmicamente introspectiva a una película que hubiese estado perfectamente condenada a las lágrimas fáciles, y que pese (o a propósito) de su afán masivo, logra articular una reflexión contenida sobre el confinamiento, la alienación, la represión y el arte incombustible del ser humano de forjarse en la adversidad ensordecedora de su propia vigilia interminable.

La noche de 12 años (2018, 123 min.) Álvaro Brecher, Uruguay
Chino Darín, Antonio de la Torre Martín, César Troncoso, Alfonso Tort

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ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.