Al principio de esta serie, hay un personaje adolescente que en medio del casino de su escuela destruye su celular. Este acto voluntario –indicador de un verdadero suicidio social– deviene, aquí, en una deliberada declaración de principios: al carajo el teléfono, aparato que desconecta con toda la hipocresía de su enajenante conectividad artificial, alienante y deshumanizada.
Independiente de que consideremos editorialmente a los contenidos de Netflix como ideológicamente tramposos, engañosamente conservadores o culturalmente arriesgados, la relativa iconoclastía palpable en los primeros capítulos de The end of the f****ng world logra hacer interesante por sí sola a una serie que expone con ingenio provocador todo el vigor autodestructivo de sus personajes. Haciendo gala de toda la estridencia dramática posible y satirizando las grandes tragedias subterráneas como el único modo disponible de hacerlas, para nosotros, tangibles y vigentes.
Alyssa (Jessica Barden) y James (Alex Lawther) son dos adolescentes tardíos (casi adultos) que tienen la desventura de cargar consigo –y del peor modo posible– pasados traumáticos muy semejantemente asociados a sus respectivas figuras parentales atrofiadas y erráticas. Quienes son, a su vez, otra prole defectuosa de ciudadanos imperfectos y absortos en las ilusiones que se esfuerzan, perseverantes, en mantener. Del mismo modo, esta herencia familiar indeseable –sumada a la alquimia de saberse ambos compartiendo una procedencia maldita pero común– les da las razones suficientes para urdir la trama perfecta del Gran Escape.
Quizá el sueño de todo adolescente tenga que ver, de alguna manera, con escapar de una supuesta opresión parental cuyas fracturas comienzan poco a poco a hacerse evidentes. A propósito de una autoridad que no logra sostenerse.
De hecho, Massimo Recalcati, en La hora de la clase: por una erótica de la enseñanza (2016), sostiene que la crisis de la autoridad contemporánea descansa, justamente, en la necesidad de la figura de autoridad de poder demostrar o lograr justificar su potestad; como si ya no fuera suficiente decir “porque yo lo digo”. La fragilidad del mando autoritario debe entonces resignarse a demostrar lo que sabe o, por el contrario, condenarse a caer sobre su irrelevante y exangüe peso.
En este contexto, la serie nos coloca la excusa de la fuga para ahondar, de manera desprejuiciada e incierta, en las vicisitudes de un mundo adolescente que logra, solo en apariencia y al menos al principio, sentirse capaz de gobernar su destino. El viaje en auto –a la mierda los cinturones de seguridad, dirá uno de los protagonistas durante la escapada– es un periplo que carga la aventura con los tintes típicos de cualquierroad movie anglosajona medianamente indie, solo que en ese caso más cerca de la épica de la violencia tarantiniana. Aunque mucho más cerca a una Natural Born Killers (1994) que esta historia no se cansará de homenajear.
Porque si hay una cosa que acá fluye a borbotones es lo que Mark Fisher, en Realismo Capitalista (2016), no ha dudado en llamar hedonia depresiva, cuadro adolescente caracterizado por la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer. Es decir, a estos adultos en proyecto siempre hay algo que les hace falta disfrutar. Alyssa y James se arrojan a todo lo que desean conocer. Buscarán, en primer lugar, acceder a todo ese esplendor imaginado que les debiese deparar un horizonte infinito de frenesí. Que no es otra cosa que exponerse al riesgo en su dimensión más indomable. No vivirlo, sino que personificarlo directamente. Invasión de la propiedad privada, abuso de sustancias, sexo circunstancial o manejo en estado de ebriedad, no importa mucho la experiencia sino la forma cómo, en ella, es posible tentar al destino.
El tema es que ambos buscan sexo, alcohol y desenfreno siendo vírgenes, abstemios y culposos. Inexpertos que sólo atinan a replicar obsoletos modelos televisivos que componen pobremente sus repertorios sobre qué hacer en cada caso. Lo que desafortunadamente los expone a los efectos inesperados que suelen derivarse de alguna de estas aventuras cuando no resultan como se desea: no saber qué hacer es un aprendizaje despiadado por lo inexperto que, nos percatamos, somos frente a la vida. Pero también por lo terrible que implica no contar, con todo lo que se precisa en esos momentos, con algún tipo de instrucción resolutiva.
El tema es que morder de la manzana implica, necesariamente, hacerse cargo de la expulsión del paraíso.
Y ahí la serie acierta porque es probable que uno de los rasgos más distintivos de esta época –y más presentes en dicha sátira inusualmente sensata– tenga que ver con que nos queda la sensación de que al adolescente le queda grande su propia adolescencia.
Desde esta perspectiva, es interesante atestiguar cómo se construye el anhelo del adolescente frente a las experiencias que se les tienen prohibidas, ante las cuales el disfrute que vivencian es eufórico y grandilocuente, pero que, a la larga, los termina hastiando por ser una experiencia momentánea y superflua. Y justo frente a esa primera frustración que tendrán la fortuna de experimentar juntos, aparecerá el ideal que sostiene su plan precipitado y sinsentido. Que no es otra cosa que la posibilidad de encontrar, en algún lugar, al Padre capaz de rectificar la tortura del pasado que soportan en sus espaldas. Alyssa, en este caso, es quien mantiene la fantasía del reencuentro como el sentido único que sostiene su periplo.
Es ella quien retorna a algún lugar. Al tiempo que su compañero, solamente escapa.
Es quizá la abismal diferencia de James, un casi adulto que deposita todo cuanto le queda en su compañera con cierto afecto resignado de quien siente que ya acabó todos sus cartuchos. Su personaje, en este sentido, es quizá el más trágico de todos: ese adolescente que se condena a creer demasiado en el sinsentido de su propia e indesmentible autocompasión. Un personaje maltrecho, que no se siente capaz de lidiar con el silencio de su propia y solitaria insignificancia.
Y es ahí, en esa expectativa de Alyssa por encontrar y recomponer esa foto familiar que significa ese padre perdido pero anheladamente presente, donde la serie se bifurca, con agilidad y quizá mayor densidad dramática, hacia las condiciones en las cuales la renuncia y la decepción de ambos se les incorpora como dato de la causa. Cambian su look, retornan al Padre soñado. En ese segundo trecho, The end of the f***ing world se vuelve más introspectiva, menos exagerada y más cercana al envoltorio noir que nos permite, como siempre, detenernos en una necesaria composición de la escena. Porque nos enteramos de cómo se deshilvanan las hebras punzantes de la pérdida traumática de James y cómo, para Alyssa, la relegación familiar más insoportable y fastidiosa es la que se vive desde fuera pero estando dentro.
Ambos se permiten colocarle palabras a esas cosas que nunca nombraron. A cómo, en definitiva, sus familias fueron esperpentos que comienzan, gradualmente, a dejar ir. Y cómo, en el caso de Alyssa, se reconstruye desde el recuerdo a ese Padre Ausente. Que en el fondo, es un niño: un adulto al que le faltan partes, dice James. Otro sujeto miserable que repite todo aquello que su hija, enfrascada en su propia tragedia, no imagina que ese padre es lo único que atina a hacer. Y bueno, también aparece la policía, ese estereotipo insidioso y moral que reflexiona sobre cuándo los niños ya no son niños y cómo los adultos, parafraseando a Françoise Dolto, sólo engendran retoños que simbolizan sus propios síntomas. Algo así como escombros molestosos que les dejaron esas cosas que nunca se dijeron cuando tenían que decirse.
Fábula atroz, epopeya millenial, grito desesperado, The end of the f***ing world es un fresco vigente sobre el mundo disfuncional en el que nos toca procrear, pagar los impuestos e improvisar modos de vivir. Un relato adolescente desfachatado, agresivo e hiperventilado que conviene tomar en cuenta más allá de las invitaciones al binge-watching que proliferan por las Redes Sociales del momento. Un relato sólo en apariencia veloz y desechable. Un cuento torcido pero lúcido. Como todo adolescente.
The end of the f***ing world (2017, 8 capítulos), Jonathan Entwistle, Reino Unido
Alex Lawther, Jessica Barden, Gemma Whelan, Wunmi Mosaku, Steve Oram
https://youtu.be/vbiiik_T3Bo