
Si Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos funciona, es porque ha logrado integrar de un modo armónico sus hilos dramáticos, que han sido la carne de las buenas historias desde que el mundo es mundo y bueno, desde que también nos hemos hecho de un repertorio de historias para contarlo.
Hay un prólogo, narrado con sobriedad y teñido con tonos cristalinos. Muestra una batalla que en el fondo es una danza, entre dos personajes antagónicos que se sirven del conflicto que los separa para, de ahí en adelante, forjar una cosa distinta: de la guerra a la paz. Y entremedio hay un objeto –en realidad diez– codiciado por sujetos ambiciosos del mismo modo en que es buscado por quienes, en contraste, temen la envergadura de su poder destructivo en manos equivocadas. Este inicio tiene un poco de otra cosmovisión fílmica, incluso de otra manera de contar historias. De hecho, podríamos discutir si en esta película ese universo es recuperado dignamente, o si en el fondo es una copia burda y relamida.
Se ha hablado un poco de esto a propósito del reciente estreno en salas de Marvel, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos. Que recuerda a Jackie-Chan; que es un intento medianamente problemático de una industria que vuelve a interpretar equivocadamente a una parte de Asia; o incluso que tiene mucho que ver con ese género –el wuxia– en donde, entre muchas otras cosas que no caben en este comentario, las peleas cuerpo a cuerpo importan porque su gracia está en la coreografía desde la que se organizan sus movimientos, y no tanto en el daño directo que se hacen los combatientes. Y bueno, en la película en cuestión hay un poco de todo eso, pero tal vez lo mejor que podamos encontrarle tiene que ver, probablemente, con otra cosa. Por eso, a no olvidarse del prólogo.
Shang-Chi, por lo demás, es el nombre que esconde el personaje protagónico a quien vemos despertarse –cuando la historia decide centrarse en el presente– en un lugar cualquiera de San Francisco. No conocemos este dato, en todo caso, hasta que lo extraordinario se filtra, indómito, en la cotidianidad de un viaje en bus de regreso del trabajo. En dicha encrucijada inesperada, el personaje –que se llama Shaun– debe vérselas con unos cuantos tipos fornidos y letales que lo persiguen porque él porta un objeto –otro objeto– que aparentemente lo desenmascara a ojos del mundo y de su mejor amiga (con quien viaja), pero que también lo devuelve, de algún modo, al lugar del que escapó. Digamos que el protagonista, que ha migrado desde China de pequeño, tiene raíces que se empeñó en suspender, pero que están ahí para recordarle que tiene asuntos pendientes, o que aquello que decidió olvidar, permanece esperando a que se acuerde de resolverlo: porque hay una hermana a quien dejó plantada, una amiga que le exigirá pronto una explicación, y, fundamentalmente, un padre que, de hecho, en algún momento posterior, le señala que es imposible escapar de su mirada, esté donde esté y haga lo que haga por disimular este radar incómodo. En suma, a Shaun, ser quien es lo persigue, y en ese momento puntual en que la circunstancia lo desenmascara, le toca hacerse cargo. Lo interesante de toda esta historia, en todo caso, no es el viaje del protagonista hacia la revelación de su lugar olvidado –en el fondo, su destino– sino el hecho central de que se cuele, como una trama indirecta pero omnipresente en esta historia, la figura del padre que a la larga es el artífice e hilo conductor de toda la aventura.
Echando mano de algunos artificios que se observan bien administrados, como en todo filme Marvel, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos es, en principio, la típica historia del super héroe encubierto a quién le restriegan en la cara su superpoder, del que él no quiere saber mucho a propósito del lugar que dicho atributo le significa, y que se supone que debe encarnar pero que rechaza de manera taxativa. Dentro de ese arco, tal vez funciona esta exploración porque la película se desplaza de su reiterativo lugar de origen y, de cierta manera, explora un aspecto más, que aparentemente le faltaba sondear al universo Marvel: los itinerarios de la migración china, o bien la diáspora migrada y lo que decidió dejar atrás para bien o para mal. De hecho, este asunto también es otra excusa –a ratos bien lograda pero en otros accesoria– que se combina con una historia entre mundos superpuestos, monstruosidades legendarias que despiertan de su letargo milenario, y ardides geopolíticos que han puesto en riesgo al mundo sin nosotros saberlo ni tampoco imaginarlo. En el fondo, la idea de que tenemos guardianes que, como los juguetes que en Toy Story cobraban vida cuando dejábamos de estar en escena, salvaguardan el Bienestar desde un mundo que está en otra parte, pero que las películas nos lo filtran para que en definitiva nos demos cuenta de que este último universo no se diferencia, según vemos, demasiado de las disyuntivas que resuelven los mortales en sus casas o sus trabajos.
Con mayor o menor ingenio, esta amalgama a Marvel le sirve cuando estira su universo a fuerza de sacudidas, o recluta buenos guionistas, o hace que su fórmula le permita, aunque sea por un rato, ir más allá de sus fronteras. Pero también –y esta película es un buen ejemplo– cuando sitúa su propuesta en géneros que nunca se terminan. Acá hay un melodrama que funciona porque detrás, o a propósito de la historia del héroe, hay un padre antagonista que siente que no ha sido digno del tamaño de su propio dolor, y un duelo que, por lo mismo, ha sido capaz de inundarlo todo. Tal como ese río enfebrecido que inunda a los personajes en ese primer momento en que la familia disgregada de Shaun finalmente se reúne, mientras les indica el camino posible hacia una resolución que nunca es tal sino que sólo es el momento en donde quizá se puede hacer las paces con la propia historia y los propios muertos. Si Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos funciona, es porque ha logrado integrar de un modo armónico estos hilos dramáticos, que son la carne de las buenas historias desde que el mundo es mundo y bueno, desde que también nos hemos hecho de un repertorio de historias para contarlo: tengan estas dragones voladores o pesares de contornos fantasmales.