
The lost daughter compone una semblanza sombría, pero que además es narrativamente muy sagaz, pues cada uno de sus personajes ejecuta acciones que se cargan de sentido, en este caso, en relación a su condición de individuos fuertemente interpelados por el cuidado hacia los otros.
La última temporada de estrenos de Netflix –segundo semestre de 2021– ha continuado con la tendencia del gigante del streaming de producir o incluir, en su repertorio de estrenos mensuales, a distintas producciones independientes con presencia en festivales. Dentro de dicha apuesta, la jugada siempre permite identificar tendencias temáticas, o bien profundizar en algunas semejanzas formales que sintonizan con re-enfocar algún problema o ámbito de la experiencia de los individuos y resaltar, desde él, alguna coyuntura específica. En ese contexto, si pensamos en Distacia de rescate y The lost daughter, ambas han coincidido –seguramente sin pensar sus directoras que justo les tocaría ser incluidas simultáneamente en la parrilla de estrenos– en su abordaje a los claroscuros que se hallan alrededor de la experiencia de la maternidad en sus personajes protagónicos. En efecto, cada una de ellas, muy en su estilo, se va a encargar de poner en el tapete una encrucijada sutil pero amarga al interior de esta condición: asociada al cuidado de los otros y por supuesto, habitualmente teñida de la exigencia incómoda de tener que encabezarlo. Puestas así las cosas, el estreno más reciente, en este caso, de la debutante directora (y guionista) Maggie Gyllenhaal (actriz en Donnie Darko, The Secretary o The Kindergarten Teacher) reviste un particular interés por la singular adaptación que hace de La hija oscura, de Elena Ferrante, sin lugar a dudas. Pero también porque amerita ser considerada a propósito del modo en que The lost daughter organiza, como se mencionaba, la exploración de la condición materna en un plano narrativo, pero también cinematográfico, que se compone de gestos y miradas encuadradas con sobriedad.
En primer lugar, pensemos en una trama que, con algunas modificaciones del material inspirador más o menos relevantes, repite algunas circunstancias de los personajes de la novela. Situados en la costa de una isla griega que funciona en torno al turismo, y con posterioridad a un prólogo de aires proféticos en donde una mujer –su protagónico– se desvanece a medianoche en la orilla de una playa desierta, las coordenadas del personaje de Leda (Olivia Colman) son presentadas al espectador: profesora de literatura comparada, divorciada, la mujer se dispone a disfrutar de un esparcimiento vacacional en el cual, intuimos, pretende recuperar el ocio posterior a un semestre académico, o en otras palabras, ese tiempo perdido que malgastamos trabajando. El viaje y su fondo costero, en efecto, corroboran la idea de un descanso justificado para Leda, visible en la manera en que el personaje divaga, resuelta y despreocupada, por una cabaña desierta en la cual el viento se filtra de manera intermitente. Resulta revelador, en este sentido, el pulso que tiene la directora para imprimir, en el deambular acompasado de Leda, una levedad absoluta, desprejuiciada y a todas luces envidiable. De hecho, es muy probable que en este primer tramo más introductorio de la psicología del personaje, el manejo atmosférico acierte en precisamente transmitir al espectador la idea de que Leda tiene todo el derecho del mundo a vivir en ese plano de existencia, por decirlo de algún modo, vacacional. Es decir, lejos de todo y literalmente a sus anchas.
Llegados a este punto, en donde el personaje disfruta de placeres pequeños con la costa a su disposición, la aparición repentina de un grupo de asistentes atropellados y bulliciosos en medio de la playa, arranca de cuajo con toda la sensación estival que el personaje disfrutó por tan poco. Resulta revelador, entonces, que esta literal irrupción incluya, muy a su pesar, a familias para ella vulgares o sospechosas cuya composición es más bien tradicional, es decir, hombres y sobre todo mujeres al cuidado de niños y no tan niños, o mujeres embarazadas que también cuidan de otros. Es interesante que este contraste, trivial en cualquier contexto estival, repercuta en Leda al punto de tensionar toda su experiencia y, de ahí en adelante, convertir a la maternidad –o más bien, a la función de cuidado asociada a dicho rol– en el punto de convergencia de los distintos personajes que orbitarán su alrededor: mujeres que se inmiscuyen en una compañía que sienten que a las otras les falta, y personajes que padecen de modo ambivalente el júbilo de una crianza que acompañan a ratos gustosas, pero que, al volverse incondicional, soportan a cuesta de sus tiempos y proyectos personales.
De algún modo, siendo Leda un personaje quien se relaciona telefónicamente con hijas mayores distantes geográficamente, el triángulo que componen estas dos otras mujeres –encarnadas por Dakota Johnson y Dagmara Dominczyk– dota de texturas ambiguas todo lo que dichos personajes hacen, dicen o callan. En el fondo: he aquí, en el aspecto asociado a la ambivalencia de los actos, en donde The lost daughter compone una semblanza sombría pero que además es narrativamente muy sagaz, pues cada uno de sus personajes ejecuta –con una pesadumbre que a ratos es tan inescrutable en sus motivaciones como elocuente en sus rostros– acciones que se cargan de sentido, en este caso, en relación a su condición de individuos fuertemente interpelados por el cuidado hacia los otros. Mientras Leda roba una muñeca como una pulsión visceral pero a ratos confusa, la película no deja de bordear una constelación emocional contundente que, a veces echando mano de un suspenso que sirve más a los propósitos narrativos que a la arquitectura sensorial que rodea a la subjetividad de los personajes, es bastante sobria y ofrece, en sus mejores momentos y sin forzarlo demasiado, muchas capas de lectura. Porque la experiencia de la maternidad adquiere un tinte ambiguo que tiene que ver precisamente con el ánimo que ciertas representaciones cinematográficas han colocado sobre este vínculo: pasando por el horror de Rosemary’s baby (1968), las maternidades de Orange is the new Black (2013-2019), el hastío de Tully (2018), o la mencionada Distancia de rescate que, en clave fantástica, emparenta esta vivencia con un lirismo rodeado de misterio.
Y bueno, situados al interior de este ánimo, The lost daughter es, ante todo, una película que trabaja de manera muy elocuente la forma en que todo lo apacible se articula y, por supuesto, cómo de la nada dicha calma es quebrantada. Si bien, en un inicio, el escenario paradisiaco de la tranquilidad alcanzada por Leda, tendida en la arena disfrutando el privilegio de no hacer nada, se agrieta con el poder intempestivo ocasionado por la presencia de un otro inesperado, este motivo teñirá todo el tiempo los conflictos centrales de la película: visible en algunos casos de modos evidentes, pero también en la metáfora de ese que viene a cuestionarnos si debemos, de algún modo, hacernos cargo de su presencia. Y será esta idea –cómo otros nos irrumpen– acaso el mérito fundamental de la película: el modo en que la presencia del otro también es fuente de desasosiego. Y la encrucijada de saber que ese otro –sea un hijo, una pareja, un acompañante o un desconocido en la playa– amerita un cuidado que es exigido, muchas veces apuntalado por los otros que lo esperan, y que desconcierta cuando es rechazado o simplemente puesto en duda.