
The Mauritanian es un drama judicial organizado, con un pulso narrativo que por convencional no la hace irrelevante, pero que tal vez se queda un poco atrás al desaprovechar el uso del estrado para pensar otras formas o acercamientos a un conflicto interminable.
Los acontecimientos alrededor del atentado del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos –cataclismo que muchos decretaron como lo que echó andar el siglo XXI– tienen un peso evidente, pero distante y más o menos indeterminado dos décadas después. Aun cuando estos circularon durante mucho tiempo con una pasmosa regularidad en la prensa noticiosa, las coberturas televisivas y la opinión pública de la época, uno podría verse tentado a pensar que estos hechos tan controvertidos han permanecido petrificados en la lejanía relativa de un “presente pasado” en donde, quizá por el avance vertiginoso y volátil de (casi) todo lo que nos rodea, y por poner una diferencia sustancial entre un tiempo y otro, tal vez no se encontraba del todo consolidado ese nivel de vértigo informativo tal como lo conocemos ahora. El asunto es que su estela, silenciosa y a ratos imperceptible, aun nos sobrevuela, por poner un caso, tiñendo algunos imaginarios que van más allá de las guerras que en ese entonces contribuyó a prefigurar. De hecho, es cosa de pensar en cómo los individuos se detienen en las aduanas de los aeropuertos del primer mundo, o cuando, en un nivel más analítico, nos preguntamos por los componentes que influyen en la imagen que el mundo occidental se hace de los sindicados como los culpables del hecho: esos sujetos insidiosamente asociados con la tragedia y que muchos países se dedicaron a buscar con frenesí. A grandes rasgos, e independiente del modo en que podamos atisbar el efecto de esos hechos en nuestras vidas cotidianas, ese recuerdo de la década del 2000 -con sus inmediatas y transversales repercusiones- alimenta la gran crónica histórica acerca de cómo el otro aun insiste en parecernos peligroso.
Podríamos decir que los primeros minutos de The Mauritanian hacen referencia a esta debacle mucho más allá de que los acontecimientos presentados, en efecto, se encuentren temporalmente situados en la misma época referida al principio. Con un prólogo que se sitúa en una Mauritania un poco sacada del suspenso desértico que allá por el 2000 prefiguraban filmes como Body of Lies (2008), asistimos a cómo un hombre (Tahar Rahim) es interceptado en su concurrencia a un matrimonio, “cordialmente” invitado a subirse a un vehículo polarizado de una procedencia tan dudosa como lo que este mismo personaje nos sugiere mientras anticipa su desenlace. Deferente y a ratos esquivo, el tipo es presentado como un personaje poco hábil en sugerir que tenemos toda la razón para sospechar de que, claro, tal vez oculte algo. De ahí que la película, minutos más tarde y ya perfilado su inescrutable personaje protagónico, alterne con otro escenario contrapuesto, occidental, burocrático, diligente y templado: un buffette de abogados en donde se nos comenta que, ad honorem, una empleada se interesa en la defensa de este mismo primer personaje, a quién, dicho sea de paso, después del misterioso vehículo que lo traslada en Mauritania, nadie más lo pudo localizar hasta que apareció, en circunstancias que la película se guarda, encarcelado en la sucursal penitenciaria que los Estados Unidos de América administran en Cuba: ese oxímoron que es Guantánamo.
De ahí en adelante, The Mauritanian intersecta las trayectorias que deliberan respecto de lo que debiese ocurrir con este preso trilingüe, atribulado y presuntamente vinculado a los atentados del 11-S. A partir de un juego que equilibra los poderes que se arrogan el derecho de decidir por un destino, la película no sólo se ocupa en el sino que el protagonista –llamado en la ficción y en la realidad que la inspira, Mohamedou Ould Slahi– padece desde la cárcel imposible, sino que también se posa sobre la vida y el papel de los litigantes implicados en su defensa y acusación respectivamente: la abogada defensora Nancy Hollander (Jodie Foster), y quien representa los intereses de la nación norteamericana, Stuart Couch (Benedict Cumberbatch). En ese sentido, la pugna es también una carrera por ser el que mejor se acomoda con el habeas corpus, o pieza fundamental del debido proceso que obedece a la necesidad de disponer de evidencias para poder, al fin y al cabo, ser consecuentes con los dictámenes que la tierra de la libertad prescribe para juzgar a quienes engrosan las listas en sus cárceles.
En este sentido, la primera trayectoria que esta película traza, da continuidad a lo que el género jurídico tradicional nos propone, salvo que acá, sobre todo, se nos muestran con detalle sus bambalinas, laberintos y pormenores: los encuentros con el acusado, la preparación del caso y los intercambios fortuitos con quien hace todo lo posible por oponer una versión que persiga el objetivo contrario a los intereses del recluido: encarcelar a Slahi disponiendo de las razones correctas que lo justifiquen más allá de cualquier duda razonable. Independiente del diligente itinerario que recorre esta linea narrativa –y que alterna con el via crucis de Slahi al interior de Guantánamo– la pugna tiene méritos para sostener el suspenso burocrático desde sus particularidades. Junto con ello, la mencionada contraparte litigante tiene a un Benedict Cumberbatch convertido en una inesperada antípoda del mismo actor: un fiscal militar circunspecto que se tiñe de todas las convenciones militares del país del cual el no procede, pero al que representa su convincente personaje.
Ahí también The Mauritanian no olvida su vocación de crítica civilizatoria, cuya ambivalencia es capaz de torpedear a un sistema apelando a los soportes institucionales que lo sostienen a ojos de quienes, como los abogados implicados en el caso, dan una pelea que consideran legítimo rendirla desde dentro.
Sea un ciudadano de ascendencia musulmana con el escrutinio tendencioso de su devenir aparentemente errático, o el tradicional espía malas pulgas que siempre proviene desde el frío norte comunista en donde se habla con acento, esta película no arriesga demasiado su punto de vista, pues traslada o canaliza el conflicto desde los terrenos judiciales que permiten racionalizar o quitarles el enrarecimiento a este tipo de conflictos, sin que por ello pierda el sentido su mirada sospechante. En todo caso, para la película, pese a su pulso acompasado o su pretensión a ratos crítica pero de reportaje dominical, el extraño es el extraño, incluso para quien debe argumentar una forma de defenderlo.
A ratos deslavada (en tanto gélida en su diligente profundidad), pero eficiente en las teclas dramáticas que decide tocar, The Mauritanian es un drama judicial organizado, con un pulso narrativo que por convencional no la hace irrelevante, pero que tal vez se queda un poco atrás al desaprovechar el uso del estrado para pensar otras formas o acercamientos a un conflicto insoslayable.