
Son muchas cosas las que hacen de The Queen’s Gambit un visionado adictivo, inesperado o cautivador. Por poner un caso, el hecho de que más de 65 millones de hogares la hayan visto sin estar del todo antecedida de una insidiosa campaña mediática, corrobora que, en tiempos de encierro, la miniserie es un formato disfrutable y, hasta cierto punto, una entretención que habla por sí sola.
El semblante absorto que Elizabeth Harmon (Anya Taylor-Joy) le imprime a su figura, copa gran parte de las secuencias de una serie que desde su prólogo se comprueba como hecha a su medida. Ataviada con vestidos geométricos de colores vistosos y opacos, o enclaustrada al interior de decoraciones tradicionales, rústicas y aterciopeladas, el personaje inicialmente ensimismado que circula con sigilo, pronto aprenderá a moverse entre contrincantes sintiéndose a sus anchas. A propósito de un aura de misterio en el que aporta su rostro silente y protagónico, que no se atenúa o retrocede ni cuando recorre los vestíbulos de hoteles caros en México o París, ni mucho menos cuando se deja querer mientras un auditorio diligente y enmudecido la espera en una escuela pública copada por hombres, una habitación soviética a oscuras o un orfanato grisáceo que parece reformatorio. Ni mucho menos, en ese sótano en donde, un poco de casualidad, se halló con una forma de estar en el mundo.
Son muchas cosas las que hacen de The Queen’s Gambit un visionado adictivo, inesperado o cautivador. Por poner un caso, el hecho de que –si le creemos a un servicio de streaming reticente de compartir la información sobre las costumbres de consumo audiovisual de sus usuarios– más de 62 millones de hogares la hayan visto sin estar del todo antecedida de una insidiosa campaña mediática, corrobora que, en tiempos de encierro, la miniserie es un formato disfrutable y, hasta cierto punto, una entretención que habla por sí sola, o tal vez precisamente desde las bocas de quienes la recomendaron con insistencia. Al mismo tiempo, su atractivo confirma que las inspiraciones que vienen de fuentes, por decirlo de alguna manera, tradicionales para la industria –en este caso, una novela original, ochentera y trepidante, pero en su momento difícil de volverse material de adaptación– se sostienen en la confiabilidad que asegura una calidad que proviene del lugar de su narrador como artesano del oficio, pero también desde la cosmovisión que ese material le inspira a quien lo vuelve serie.
En efecto, en The Queen’s Gambit hay una material ágil que se sostiene en tres ejes cruciales: el primero, viene dado por la construcción atmosférica del material original en todo sentido. No resulta demasiado complicado atender a la manera en que la historia de Elizabeth Harmon –en un arco que va desde que se sella su funesto destino como hija huérfana, hasta el momento en donde comprueba o tal vez corrobora el talento que la hace inigualable– se fortalece por un trabajo que enfatiza dimensiones que resaltan la narrativa “atmosférica” que fortalece a la historia. Mientras vemos al personaje ascender con una seguridad sobria y diligente, en paralelo se sofistica la estilización de su vestimenta, como también adquiere relevancia una construcción de época que se emparenta con el clasicismo cool de los interiores y la arquitectura de Mad Men (2007-2015), o con la descripción municiosa propia de las novelas de John Cheever en torno a una Norteamérica medianamente esplendorosa, pero enclavada en urbanizaciones más bien lejanas de los centros cosmopolitas donde suelen pasar las cosas. En otras palabras, el Kentucky natal del personaje remite con bastante justicia a esa aura citadina a medio camino entre la comodidad y el abatimiento, sintetizadas en el tedio o la modorra de verse rodeado de un mundo resuelto pero en definitiva estrecho.
Mientras Elizabeth se las ingenia con una existencia que le impone el desarraigo, el mundo en el que se mueve se desenfunda a través de una explosión geográfica exponencial que va desde lo más recóndito de unos Estados Unidos domésticos que articulan exceso y prudencia, hasta esos enclaves neoyorquinos o europeos que, en su derroche o refinamiento, son análogos en su extensión al grado de desafío o de genio que supuestamente circunda o antecede al personaje que los recorre.
En segundo lugar, no es menos sorprendente el talante que adquiere la forma en que se nos narra su gesta impresionable desde quienes la acompañan en su periplo. Es interesante, en este sentido, que su trio guionista –Scott Frank, Allan Scott y quien escribe la novela, Walter Trevis– no sólo refleje cierta densidad propia de un material original rico en matices, sino que apueste por un tratamiento ambivalente o inescrutable de sus personajes. Porque uno de los componentes sugerentes en la historia de ascenso y madurez de Harmon, es la manera en que los personajes secundarios –fundamentalmente los iniciales– exudan un desconcertante misterio en torno a su moral, propósitos o intenciones. Desde el mentor en la escuela, o la directora institutriz al mando del orfanato, es posible rastrear cierta complejidad que es un poco indiscernible porque elude los maniqueísmos de manera sobria, ya que nunca se intenciona de manera taxativa, desde ellos, ningún propósito perjudicial o beneficioso para la biografía de la protagonista, como si estos personajes fuesen sujetos que deben lidiar con su propio conflicto, o tuvieran por su parte una historia que escribir; lo que los ocupa en vincularse de una manera que nunca es displicente, pero que sí es cuidadosa de revelar las causas predecibles de sus conductas. En el fondo, The Queen’s Gambit hace mérito la inescrutabilidad de sus secundarios porque más allá de la preponderancia bienhechora de algunos de sus entrañables acompañantes –una madre adoptiva que asemeja a Lucia Berlin, la escritora itinerante recientemente descubierta; o una amiga de la infancia que se inspira libremente en Angela Davis, una activista que alguna vez estuvo en Chile– la centralidad de Elizabeth Harmon no necesita, para resplandecer, fagocitar a sus acompañantes.
Y finalmente, tal vez estas razones se integren en una narración cuyo guion y puesta en escena –tan comedida como su personaje–, hilvanan la necesidad de ofrecer una reflexión en torno a la contradicción inherente al genio creativo, y el suplicio al que somete el talento o la fragilidad de la exigencia, con la necesidad de responder con justicia y actualidad a las convenciones anquilosadas que les arrebatan la experiencia a los protagónicos femeninos. Sin ser una serie atrapada en la reivindicación del rol de las mujeres, la serie entretiene pero también interpela, más allá de su eficiente narrativa, desde sus propios problemas, a propósito de los énfasis que sugieren algunas lecturas críticas en torno a la individualización del genio creativo, o la tiranía de la belleza como constante audiovisual, desde la obligada fotogenia que amerita contar historias sobre mujeres exitosas (en lo que se conoce como prettywashing). Por otro lado, The Queen’s Gambit pasa el Test de Bechdel, pero también vincula temáticamente un asunto esquivo a las representaciones y estereotipos de género en los productos culturales de consumo masivo, como el mundo del ajedrez en particular, y la posibilidad femenina de insertarse en el espacio público o en instancias de disputa táctica, geopolítica o estratégica (un ejemplo del tejado de vidrio que restringe subrepticiamente dicha oportunidad).
En ese sentido, que una serie tenga efectos concretos en la venta de tableros de ajedrez, o que aporte en la visibilización de la obsolescencia de ciertas convenciones culturales del pasado que siguen estando presentes, o que, a la larga, haga interesante una historia que podría ser a lo sumo convencional, aviva el interés no sólo desde la audiencia que la ve, sino que además interroga las preferencias actuales por una historia, en definitiva, plenamente disfrutable.