Reseña: La casa de las flores, temporada 1 – Dulce embustera, la maldita primavera

La casa de las flores rescata lo más elemental del melodrama convertido en culebrón. Mutación por antonomasia latinoamericana, pese a lo que digan y refuten las mega-producciones y oropeles de los europeos mediterráneos o los turcos otomanos.

 

La última telenovela que tuvo a Verónica Castro como parte del elenco data de hace casi una década. Hace diez años, por cierto, no había streaming, recién se hablaba de unas supuestamente inofensivas redes sociales y ni se había pensado en algo así como un plan de datos de Internet para teléfonos móviles. Estos últimos, aparatos menos inteligentes y mucho más económicos que aquellos que, una década después, cuestan el triple y nos vigilan secretamente desde un bolsillo.

Diez años más tarde, además, Castro –con 64 años cumplidos– acepta el papel de Virginia de la Mora en La casa de las flores. Moraleja: en diez años pasan tantas cosas que nos olvidamos que muchas veces deben pasar justamente 10 años para que otras tantas cosas, de hecho, terminen pasando. En fin.

Muy al principio de La casa de las flores, hay una escena en donde el mencionado personaje principal consume marihuana a través de una pipa pequeña cuyo humo, curiosamente, nunca escupe. Volarse es un disfrute privado y para ella proscrito, lo suficientemente recóndito como para que nunca se le ocurra, siquiera, revelarlo como placer culpable. Hasta que claro, hay alguien que la sorprende; pese a que algunos de sus hijos, de alguna manera, lo sospechen de hace rato. En ese sentido, el tópico del secreto a voces es una de las claves más ilustrativas para dar con los recovecos dramáticos que adquiere La casa de las flores como producto latinoamericano y esencialmente folletinesco. Es un melodrama que se nutre, justamente, del peligro de cuan público se puede volver aquello que sabemos que sucede pero que no queremos que los otros lo descubran.

Justamente, y a propósito de lo que decidimos guardar para nosotros, si hay un elemento común que se revela en casi todos los capítulos de la serie es que, tarde o temprano, siempre hay alguien que sorprende a los personajes haciendo cosas que de lo contrario se evitarían haber aceptado. De hecho, son esos mismos personajes, muchas veces sorprendidos in fraganti, los que se obstinan en contravenir la evidencia irrefutable. La salida del closet, la mentira piadosa o la grieta familiar se vuelven meros accidentes, verdades a medias, equivocaciones insistentes que devienen conclusiones insidiosas que les develan la fractura y el abismo. Pero que prefieren, por lo insoportable que resulta reconocerlas, decidir omitirlas o hacerlas a un costado. Fuera de plano. Como si la hipocresía de esconderlas tuviera justamente algo de mecanismo de sobrevivencia frente al asedio embustero del calvario más profundo.

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Por esa razón, es curioso aunque estratégico que sea Verónica Castro quien protagonice este primer esfuerzo hecho por Netflix de financiar una producción mexicana (¡por fin!) no necesariamente amparada en el imaginario narco-delincuencial que rodea a su caricaturizada identidad nacional. Precisamente por lo que representa, para la generación streaming, la actriz en cuestión: Castro es tal vez el último gran mito, el último sarcófago de un género históricamente vilipendiado aunque enquistado insistentemente en gran parte de la educación sentimental de todo un continente. Es una leyenda extraña, distinta de la lozanía traicionera de su compatriota, la rejuvenecida Thalia, o del último resplandor de la actualmente desapercibida Paulina Rubio. Por lo mismo, es interesante que estas dos estrellas relativamente vigentes no sean las que figuren en las representaciones travestidas que se hacen en cabaret que regenta uno de los personajes de la serie, pero que sí lo hagan Yuri o Daniela Romo, íconos drag y estrellas ochenteras distintas en generación pero cercanas en divismo. Como si necesitáramos tomarnos algo así como una década para ponderar a la estrellas en su justa y ecuánime medida.

Por otro lado, La casa de las flores rescata lo más elemental del melodrama convertido en culebrón (todo eso que se entiende bajo el slogan del “amor prohibido”). Mutación por antonomasia latinoamericana, pese a lo que digan y refuten las mega-producciones y oropeles de los europeos mediterráneos o los turcos otomanos. Hay, en la agonía romántica de las emociones hispanoparlantes exacerbadas, la representación de una letanía sudamericana que entronca vistosamente tanto con su miseria como con su exceso. Porque el imaginario mexicano que La casa de las flores no se cansa de remedar tal vez inspiró o produjo todas y cada una de las estructuras dramáticas y las narrativas esenciales a través de las cuales al fin y al cabo vivenciaremos los afectos amorosos por siempre jamás.

Y en ese sentido, el destino de La casa de las flores no es otro que tributar y pocas veces defraudar el alma material que la inspira y que también sella sus límites: puesto que el melodrama que la inspira es una historia profundamente trágica pero también, a ratos, bastante inverosímil. Como si los vaivenes afectivos de los personajes a veces sólo fueran estratagemas dramáticas para obligarles a sentir algo a la prole espectadora. Cuya sensibilidad todavía se mantiene anclada al barroquismo bizantino de su propio destino mancillado por la colonización y el saqueo.

De todas maneras, Manolo Caro, el director, le hace justicia a los andamiajes principales de los destinos telenovelezcos. Puesto que La casa de las flores insiste hasta el cansancio en cuál es el momento preciso en que se esparce ese óxido que corroe la bisagra que evita la yuxtaposición catastrófica entre lo público y lo privado. Más allá de toda política, pareciera que el grupo de personajes –y por extensión, cierta naturaleza latinoamericana– no puede ser capaz de resolver el infranqueable enigma que rodea aquello que sucede entre lo que decidimos no decir y lo que olvidamos silenciar.

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Aunque no es ese el único asunto que rodea –y condena– a los personajes, sino que también el hecho de que apenas sostienen la propia incertidumbre. La familia de la Mora se encuentra condenada a la terrible circunstancia de tomar extenuantes posiciones respecto de lo que les pasa: la elección de pareja, la orientación sexual o la asunción de una familia son todas excusas que todos ellos no tienen casi nunca la intención de recoger, pero que en su perentoriedad les sacuden las conciencias. Es interesante ver cuán difícil e insoportable se torna para ellos la fatalidad de tener que decidir qué hacer, dónde ir o con quién (o qué) quedarse. Y ahí, de entre todas, todos y todes, emerge Paulina (Cecilia Suárez): acaso el personaje más inescrutable, logrado, inolvidable y trágico de todos, precisamente porque es el dique simbólico que carga a cuestas con el sino de la dinastía. No es sólo su propia fatalidad la impostergable, sino que la aceptación del mandato de mantener a todo el resto libre del despeñadero.

Con una puesta en escena vistosa,(a veces torpe) y deliberadamente recargada –sacado de alguna versión clase b de algún folletín sudaca y tal vez rococó–, una florería construida con las hebras de revista del mejor papel cuché, y unos interiores recargados y pasteles pero también profundamente sombríos, la atmósfera que se le confiere a la serie evoca un aura muy nostálgica del novelón televisado ochentero más clásico, cuya vuelta de tuerca actual es, justamente, el terrible despojo: no de las casonas los millones o los lujos, sino de los soportes mentirosos que recubrían a la aristocracia más recalcitrante de la ciudad con la densidad poblacional más grande del mundo. Una propuesta vigorosa que, cabe señalar, en ocasiones padece el peso de su propia ambición trasnochada: cuando por ejemplo se le nota tropezando en el montaje, recortada en la continuidad y tristemente prisionera de un tiempo que se anudó tal vez demasiado deprisa.

Al mismo tiempo que agradecemos la franqueza de su propuesta desparpajada y ostentosa, terminamos lamentando pocas pero importantes decisiones de guión demasiado ingenuas: cambios en la subjetividad de los personajes que sólo son entendibles cuando creemos, algunas veces muy forzosamente, en las pantomimas de sus personajes. Ahí quizá faltó sopesar el guión cuando sobraban las ideas para fundamentarlo. Fuera de eso, e independiente de los destinos torcidos y ambiciosos de las temporadas que hipotéticamente se dispongan a venir, La casa de las flores es una propuesta elegante y presuntuosa, un retrato almodovariano y posmoderno de un mundo tapizado en imposturas que trastabilla ante el descubrimiento de su propia e impostergable indefensión.

 

La casa de las flores: temporada 1 (2018, 13 capítulos)
México, Manolo Caro
Angélica Castro, Cecilia Suárez, Paco León, Aislinn Derbez, Juan Pablo Medina

 

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https://youtu.be/I-z8-ZEiVw0

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.