Reseña: El Hoyo – Siempre el infierno es más que el infierno

Si hay algo que valorar en El Hoyo es la apuesta por el diseño de una idea, la posibilidad de dar con el andamiaje de una forma de contar la segregación. Pero nada que decir acerca de la profundad con que su director ha decidido poblar ese abismo total.

Comúnmente, se le denomina efecto derrame a la forma de organización económica que descansa en el funcionamiento del Mercado con la menor cantidad de regulaciones posibles. Este sistema –propone la teoría– sería el único capaz de garantizar, por medio del fomento que existiría para toda inversión que no quiera dar tantas explicaciones, un cierto nivel de riqueza relativa para todos participantes en el juego económico. Con este esplendor en mente, el derrame –también conocido como chorreo– es la consecuencia directa de una inversión que proyecta un éxito que permite distribuir unas riquezas que irían, desde las clases más prósperas, a unas clases que “más abajo” se beneficiarían indirectamente de aquellos poderosos cuya liquidez financiera moviliza los mercados.

Esta idea clásica, que encierra una manera de entender el funcionamiento del orden económico, se encuentra radicalmente puesta en entredicho en una película como El Hoyo. Primero, porque el supuesto chorreo distribuye un excedente que es insignificante en relación a la fuente desde la que emana, y segundo, porque esa escasez, que exhibe la injusticia de un juego macabro, se sustenta exclusivamente en el privilegio de quien puede darse el lujo de invertir para sí lo que le sobra.  

Específicamente, dentro de la película, ¿Cómo opera esta crítica?, pues de acuerdo a una puesta en escena que es eficaz en la literalidad con que se ejecuta su excusa dramática. Gorent (Iván Massagué) abre un ojo pocos segundos antes de que un desconocido le comience a hablar. Este último, que responde al nombre de Trimagasi (Zorion Eguileor), es un sujeto medianamente sospechoso y malhumorado, aunque lo suficientemente elocuente como para atender a las pistas que le ofrece del lugar en donde Gorent acaba de despertar. Ambos conviven en el piso n°48 de un edificio que forma parte de un complejo organigrama de habitaciones de hormigón, segmentadas cada una en una sucesión vertical de pisos semejantes, estratificados correlativamente en orden descendente.

Desde el lugar 48, ambos personajes tienen la tarea de compartir la convivencia por un mes. Mientras tanto, deben procurar tolerarse, no molestar ni a los de arriba ni a los de abajo, y esperar que del cielo les caiga una estructura rectangular en donde aparecen, diariamente, las comidas con las cuales deben saciarse. La particularidad de la dinámica es que los alimentos disponibles –que deben consumir en un tiempo limitado y que deben cautelar de no guardarse para después– corresponden a los residuos que han dejado los habitantes de los 47 pisos anteriores. Dicha dinámica implica, simultáneamente, que los pisos de más abajo corren peor suerte que la propia, en una debacle en la que ellos contribuyen siendo cómplices. Y bueno, no sólo es eso, sino que, al mes, el sistema se va a encargar de redistribuir al azar las nuevas ubicaciones que los participantes tengan. En ese sentido, el nuevo orden podría beneficiarlos con los primeros lugares, pero también adjudicarles el infortunio que se esconde en aquellos pisos en donde, por lógica, tal vez nunca llegue nada: lugares en donde no sobra –ni tampoco alcanza– a aparecer un alimento que los desdichados deberán arreglárselas por conseguir de la forma que sea.

En resumen, El Hoyo como propuesta, activa este sistema sencillo y narrativamente cerrado que, a su vez, echa a correr un mecanismo brutal de estratificación social en donde la comida –bien de primera necesidad– se segrega en virtud del valor posicional de la pareja y de la fortuna que les depara la distribución en el sistema. En ese contexto, no hay más mérito que la épica que se le cuenta al compañero sobre las razones para estar ahí, y no hay más privilegio que el que asigna el mero azar. De este modo, las razones que los tienen a uno y otro ahí son dejadas explícitamente fuera del lugar. Porque el hoyo que titula a la película se confirma como el único contexto en donde se sitúan y condensan los nudos dramáticos.

Ahora bien, esta alegoría distópico-satírica de la desigualdad social resulta ingeniosa y contundente en la medida que expone una dinámica interna que se muestra coherente con los mecanismos que a la larga sostienen la idea del director, Galder Gaztelu-Urrutia. Vale decir, haciendo coincidir aquella visión de mundo que nos ofrece, con los códigos que la hacen funcionar a propósito del soporte técnico que la soporta. En El Hoyo, el ingenio de la propuesta viene dado precisamente por el uso que tienen algunos recursos formales para hacer verosímil la premisa, junto con la lograda espacialidad que se construye para ejecutarla. Gaztelu-Urrutia se las arregla echando mano de un tipo de fast forward del que nunca abusa, intercala un juego de luces que complejiza las atmósferas y la subjetividad de los personajes, e inserta hábilmente primeros planos que permiten articular la trama desde las miradas pero también dando misterio a lo que los personajes dicen. Es así que la lógica interna de la película –y el suspenso que irradia– tiene mucho que ver con lo que los personajes le cuentan al protagonista sobre sus posibles motivaciones, al ofrecerle pistas que, desde la identificación que la cámara plantea como punto de vista, le permiten a Gorent (y al propio espectador) ponerse a encajar las piezas de este puzzle macabro y atosigante.

Sin embargo, cuando la historia decide aterrizar y encaminarse hacia cierta complejización en la formulación de su alegoría central –los mecanismos y efectos de la desigualdad estructural– es cuando una película como esta exhibe las limitaciones de empeñarse demasiado, por decirlo de algún modo, en pulir la forma de su artefacto. Porque lo que aparece como una crítica mordaz a la enajenación bestial aparejada al individualismo, a la arbitrariedad malsana del orden social, o, en el fondo, al absurdo perverso de la segregación y lo que sucede cuando se resquebraja ese pacto social que termina arrojando a los sujetos a la satisfacción irreflexiva de su animalidad más descarnada, termina convirtiéndose en una provocación empobrecida que sólo se sostiene en el enunciado rimbombante del que depende todo el tiempo. Vale decir, el director se preocupa demasiado de cartografiar la injusticia y diseñar su escenario, y desatiende la complejidad de la debacle de unos personajes que en definitiva tienen que vérselas con dicho sistema opresivo.

Si bien es cierto que la trama se empeña en mostrarnos cómo el héroe se desenvuelve y busca salir airoso de un sistema que lo excede, la apelación a la subjetividad del personaje –la manera en que, por ejemplo, internaliza el sistema que lo oprime– pareciera aún anclada a una suerte de automatismo unidireccional, en donde Gorent termina haciendo lo que, precisamente, sus pulsiones le plantean todo el tiempo. Paradójicamente, su voluntad y su inteligencia son puro instinto. Y ahí los personajes secundarios tampoco contribuyen demasiado, en la medida que reproducen un papel que alimenta o exacerba el sentido de las decisiones de un protagonista que, ni teniendo al Quijote de la Mancha como fetiche insidioso, se permite hacer demasiado: ni siquiera cuando, cubiertas las necesidades esenciales, este se colma con comida.

Si esta estrechez ya se aprecia empaquetada, o sencillamente desbalanceada respecto del poder analógico detrás del mecanismo que aprisiona a los personajes, lo cierto es que el género tampoco ayuda mucho, más allá de evidenciar el salvajismo inherente a la disputa milenaria por los alimentos. Aun cuando la recurrencia al gore –profusa y justificada de acuerdo a las teclas que El Hoyo decide tocar– permite profundizar una alegoría que quiere denunciar las condiciones de inequidad y degradación que someten a los desafortunados que viven más abajo, ya de por sí alejados de toda posibilidad de obtener un alimento que no ven llegar más que desde los platos vacíos que los contenían inicialmente, la película no es para nada cuidadosa de los efectos de una representación que los exhibe como pura barbarie. En ese sentido, esta película, cuando quiere denunciar una injusticia, por efecto de ese ímpetu o de la indignación que acarrea proponerla, termina cargando las tintas de una monstruosidad que, es cierto, podría incordiar a esa élite que se regocija en los lugares de arriba, pero que también, tal vez, debió haberse preguntado, o al menos aventurado a matizar, la idea de que lo que ocurre allá abajo no es sólo caos, sino que muchas veces las formas que este adquiere. O quizá, fundamentalmente, el esfuerzo humanizador por domesticarlo.

En el fondo, mientras los de arriba se solazan con una comida diaria que se pueden dar el lujo de desperdiciar, abajo ¿Solo hay tipos dispuestos a matarse?, ¿Qué sabemos de ellos aparte de sus instintos desbordados?. En el fondo, ¿Existe alguna otra posibilidad de acción que la película les otorgue a “los de abajo”, que no sea la los termina autodestruyendo? Este matiz –la posibilidad de pensar que abajo está la muerte con sus infiernos particulares y las maneras de resistirle– se hace necesario en una alegoría que se interesa por ser rotunda pero que se engolosina con esto. Este es un asunto crucial y problemático que la película no se interesa por abordar sino es recurriendo a un facilismo biempensante y un poco torpe, que centenares de películas hollywodenses, que coquetean con la corrección política, utilizan a menudo como salvoconducto moral.

Empeñada en una denuncia que Bong Joon-ho matizó en Snowpiercer (2013), y que Dennis Villeneuve compiló con maestría en un corto de 12 minutos, Next Floor (2008), El Hoyo exhibe un horror que a veces se lee sencillamente como morbo. En donde todo ensalzamiento crítico, por certero o inspirador que resulte, termina diluyendo lo que pudo ser un alegato con mayor complejidad temática. Y no por falta de ideas o de ingenio, sino por la irregularidad en la construcción de una película completada sólo en la idea inicial que la moviliza.

Si hay algo que valorar en una película como esta, entonces, es la apuesta por el diseño de una idea, la posibilidad de dar con el andamiaje de una forma de contar la segregación, pero que muy poco tiene para decir acerca de la profundad con que su director –que peca de una torpeza bienintencionada que no se le ve en su arquitectura– ha decidido poblar ese abismo total. Dicho de otro modo, toda la densidad que ofrece al aparataje de su diseño, se la quita a quienes tienen el trabajo de sobreponerse a sus efectos inmisericordes.

Ficha de El Hoyo.

Director: Galder Gaztelu-Urrutia.

Guion: David Desola, Pedro Rivero.

Fotografía: Jon D. Domínguez.

Elenco:

Ivan Massagué, Zorion Eguileor, Antonia San Juan, Emilio Buale, Alexandra Masangkay, Eric Goode, Algis Arlauskas, Miriam Martín, Óscar Oliver.

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. Reparte su tiempo entre hacer clases, ver cine y lograr terminar un Magister. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el poco tiempo que le queda disponible.