Reseña: Godard, mon amour – ¿Ya no basta con filmar?

El Godard de la película podría perfectamente encajar con ese amigo brillante, intrincado y racionalizador que no cesa en tropezar con la fascinación que le provoca su propia senda descubridora.

Hay una sentencia, exacta y lapidaria, que constata una voz en off sobre la pareja que vemos en pantalla: tenía la suerte de admirar al hombre que amaba. La voz, claramente, proviene de la mujer que, primero, protagoniza una película dentro de esta película, y que después se vuelve esposa del tipo que dirigió la película en la que ella actúa: Jean-Luc Godard, otrora vanguardista y ahora misantrópico director galo. La película en cuestión no es otra que La chinoise (1967), coqueteo cómico con los supuestos de la Revolución Cultural. La mujer que la protagoniza es Anne Wiazemsky, actriz, directora y en este caso quien escribe el libro que inspira Godard, mon Amour, intento de Michel Hazanavicus por aproximarse al artista atribulado por su propio peso específico, y a la mujer que se empeñó, por ese momento, en acompañar esa deriva fatídica.

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Partamos de la base de que la película apuesta por un tono deliberadamente cómico para, digamos, desacralizar la figura y trayectoria de un tipo que cometió el pecado, durante una parte de su vida artística, de tomarse demasiado en serio. De hecho, en algún momento lo vemos –sin arrugarse demasiado– declarar muerto al cine. En ese sentido, el retrato que Hazanavicius tiene de Godard es bastante lejano de lo puede pensar quien lo conoce mucho, pero bien cercano a lo que podría sospechar quien lo conoce con suerte de nombre: un tipo prodigioso, claro está, pero febril; un esteta sin parangón empantanado en su propia imagen como punto de referencia; un artista radical pero estéril en su densidad pretendidamente emancipadora. En suma, una parodia de sí mismo. El Godard de la película podría perfectamente encajar con ese amigo brillante, intrincado y racionalizador que no cesa en tropezar con la fascinación que le provoca su propia senda descubridora. Louis Garrel da forma a un personaje obtuso y eminentemente trágico, al que cada día que pasa se le escapa aquello que desea y anhela fervorosamente para sí: una juventud épica y vociferante, capaz de reavivar, concientizar y deslumbrar al mismo tiempo. Una esencia adolescente capaz de poder lograr, sin lugar a dudas, la síntesis de arte y política como nadie podrá hacerlo jamás. El Godard de Hazanavicius no es más que un Peter Pan sobregirado, payasesco en su verborrea altisonante y entrampado en el destino inevitable de su propia obsolescencia.

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Ahora bien, aun cuando su representación podría ser, a todas luces, un perfecto sacrilegio, su propuesta logra construir una caracterización del mito viviente que reconstruye, con astucia y sentido del ritmo narrativo, lo que ocurre tras las bambalinas de un personaje incombustible y atribulado. En, tal vez, su peor circunstancia: esa en la que pasa por alto que el revolucionario verdadero está guiado –lo  dijeron por ahí– por grandes sentimientos de amor. En ese sentido, el tenor cómico de la propuesta permite divagar y ficcionalizar de manera bastante pedagógica con un relato sombrío, enfermizo y tragicómico.

Ahora bien, aun cuando Hazanavicius no sea novato en el arte de teñir de comedia todo lo que toca –tamaño trabajo le valió nada menos que un controvertido Oscar en 2011– el debate en torno a su representación de Godard instala la pregunta por la necesidad y justificación de la esquematización temática ¿Tiene que ser la comedia una síntesis necesariamente caricaturizada de la experiencia humana? ¿Sólo nos hace reír la universalidad del estereotipo?

Las dudas no son superfluas: es probable que ahí, en esa división de aguas, se fragüe un posible veredicto sobre la cinta. Fuera de eso, Godard, mon Amour funciona como comedia porque precisamente hace inteligible y entretenida la teleserie que ocupa de excusa. Un culebrón que tiene de fondo una época incombustible y cuyos estertores pudimos ver en la melancólica Apres mai (2012) de Olivier Assayas, otro esfuerzo –en otra clave y con otro repertorio estético– que escudriña en los vestigios de la última Revolución del siglo XX.

Volviendo a Godard, mon amour, afortunadamente logra hacernos comprender todo lo que vemos teñido por una propuesta, sí, didáctica, pero también sarcástica, ingeniosa y pop. El tema es que quizá, para paladares más arrinconados por el cine de nicho, la herejía de representar al héroe en la peor de sus pasiones, resulte imperdonable y merezca las penas del infierno. Cosa que a al director podría no importarle tanto. Ya que, en definitiva, son demasiadas cosas las que pueden perfectamente tener una veta risible. Porque tal vez la mejor, más certera y eficaz revolución, venga del bufón inofensivo que nos cuenta lo que de otra forma no podríamos ni siquiera asumir como posible. Si lo pensamos así, punto para Godard.

Godard, mon amour (2017, 108 mins.) Michel Hazanavicius, Francia
Louis Garrel, Stacy Martin, Bérénice Bejo, Matteo Martari, Marc Fraize

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ClaudioSH

Claudio es psicólogo. Reparte su tiempo entre hacer clases, ver cine y lograr terminar un Magister. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el poco tiempo que le queda disponible.