Babylon – La tentación de escribir la Historia

Sin ser un espectáculo formalmente vanguardista, deliberadamente inusual o rebosante de originalidad, lo cierto es que Babylon sitúa su propuesta narrativa en el revisionismo satírico de un momento histórico ambivalente.

Francamente inusitadas resultaron –sin querer ser muy exhaustivo– las reacciones que ciertas redes sociales mostraron sobre Babylon luego de su deslavada reacción inicial: valorando la gracia de lo que antes más bien había decepcionado. En virtud de lo anterior, y tomando en cuenta la dificultad de cumplir con las expectativas de una recepción crítica abonada, precisamente, por la ascendente consolidación de una filmografía –la de Damien Chazelle–, este recibimiento merece una mención aparte porque constituye, de alguna manera, un inesperado parteaguas respecto de cómo se recibe su película. Al respecto ¿Cómo encajar juicios tan aparentemente dispares, que van de “futura película de culto” a “despilfarro fallido”?  

La contraposición de las respuestas críticas a Babylon, más que sorprendernos por su antagonismo o por coincidir, paradójicamente, en que sus méritos son lo que para los otros constituye un defecto, tal vez nos exhibe una obra audaz que, en definitiva, busca interpelar de un modo punzante. Y es que en Babylon puja, tras la impronta revisionista de su historia de auge y descenso, el interés de un director en meterse, por decirlo de una forma, con la Historia del Cine sin demasiados remilgos. Bajo ese contexto, es posible que la película, más allá del supuesto barroquismo con el cual exhibe y monta la fiesta o el desparpajo de una industria enorgullecida y en proceso de decadencia, se somete a un escrutinio histórico sobre “cómo las cosas fueron”, pasadas, aquí, por el filtro de la perspectiva personal: a propósito de que propone un modo de “filmar la historia fílmica”. En el fondo, Chazelle se mete con la revisión de un canon cristalizado en las lecciones de historia de Hollywood, que utiliza como excusa para hablar de lo que le interesa o lo obsesiona: las capas del éxito, la grandilocuencia y sus efectos, los itinerarios fulgurantes y por lo mismo maltrechos de los individuos, o quién sabe qué mas. En fin.

Pero bueno, pongamos las cosas en orden: sin ser un espectáculo formalmente vanguardista, deliberadamente inusual o rebosante de originalidad, lo cierto es que Babylon sitúa su propuesta narrativa en el revisionismo satírico de un momento histórico ambivalente. Y en ese sentido, todo el desparpajo que destila su puesta en escena, visible en los modos de componer sobre todo el primer tramo de la película, servirán de atmosfera y telón de fondo para referir una versión de los hechos que acontecen a propósito de la transición al sonoro o, en otras palabras, el cambio paradigmático en la forma de pensar a las películas y sus modos de producción.  

En particular, y a propósito de la ruptura literal que implica esta transformación en la manera misma de hacer películas, resulta esclarecedor conectar la narración –la película lo hace de un modo indirecto– con un contexto coyuntural específico. En efecto, la metamorfosis mudo-sonoro tiene lugar entre la Gran Depresión (1929) crisis bursátil que golpea en general a la sociedad norteamericana y en particular a su industria, y el New Deal (1933-1938) paquete de medidas que buscan paliar la debacle económica generada en consecuencia. En relación a esta coyuntura, una pequeña digresión: en la novela Encrucijadas (2021) del escritor estadounidense Jonathan Franzen, se tematiza dicho momento desde la vivencia de uno de sus personajes principales: ¡Cómo se parecía la enfermedad mental a la economía de un país! exclama el narrador omnisciente cuando caracteriza, en la mentalidad de Marion una de sus protagonistas a quien le tocó ser su padre. 

La sentencia es una analogía que conecta con sus dudas de modo directo, especialmente cuando se pregunta sobre cuánto más habría durado la fase maníaca de su padre si la bolsa no se hubiera desplomado y si, suponiendo que la enfermedad se hubiese fraguado después, habría podido mantener la euforia en medio de una depresión económica. A la manera de la novela, Babylon también conecta los ánimos de sus personajes con el espíritu de la época histórica a la que estos corresponden. A propósito de una coyuntura, al fin y al cabo, “maniaco-depresiva”: en el sentido de que todo el desvarío festivo en el que sus personajes se entrelazan furibundos, no puede entenderse sin la contraparte natural del declive al que se ven abandonados cuando, precisamente, las luces se apagan y atenúan una prosperidad resquebrajada en el patíbulo de las acciones a la baja, bajo un negocio que, de paso, deja de ser lo que era. La película, entonces, se emparenta con aquellas historias en las cuales los protagonistas se contentan con una grandeza que también es del sistema que los cobija, la cual consiguen un poco a pulso y que les permite, cuando alcanzan un esplendor tan esperado, el regocijo de encabezar momentos siempre rebosantes de espectacularidad. Del mismo modo en que después, confundidos por el río caudaloso de una historia que los expulsa, naufragan desgraciados y alejados de un éxito que devolvieron y que, al menos para ellos, no se digna a regresar.

Ya sea desde los esperpentos gansteriles que rozan la gloria del hampa en Goodfellas (1990), o de parejas que exorcizan su amor en virtud de un éxito que se van a buscar a otra parte –La la Land (2016)– hay en Chazelle un regusto por auscultar auge y caída con los ropajes de “la industria” con la que tiene, cabe señalar, una relación ambigua: porque ese éxito que sus personajes consiguen es siempre su anverso; a la vez visible en un contexto que es otro personaje más. Amansado, dicho sea de paso, por un tiempo que no perdona el avance atolondrado que dicta el progreso en aras de la innovación técnica. 

Ahora bien, ¿en quiénes en particular se sostiene todo este esfuerzo? Digamos que la historia –que tiene en el libro Hollywood Babylon (1959) de Kenneth Anger su fuente original se ancla en tres glorias desde cuyos hombros conocemos el ascenso-estrellato-declive en la cúspide de una industria en vías de modernización. Ya sea desde la carrera musical, técnica o actoral, consolidada o emergente, cada uno de los personajes recorre un camino pedregoso que, en sus estilos y desde sus maneras individualizadas, los lanza al estrellato de formas estrepitosas. Especial atención merece la distinción frontstage/backstage tan propia de la industria hollywoodense: por un lado, Margot Robbie y Brad Pitt, cuyas interpretaciones dotan de reputación a la película y quienes inevitablemente hablan de sí mismos y su fama, y, por el otro, Sydney Palmer (Jovan Adepo) y Manny Torres (Diego Calva), minorías fuera de foco que construyen una carrera que, tarde o temprano, los considera necesarios pero que a la larga van cargando a cuestas.  

Este afán, podríamos decir arquetípico, se vincula con un interés del director en contar una historia desde espíritus de épocas, que hablan más bien de tendencias que de individuos o subjetividades, ya que sus personajes, desdibujados de la biografía personal aun cuando las conocemos, entonan consignas que escapan del testimonio y se acercan a la Gran Historia de la que resultan ser, inevitablemente, engranajes útiles. Esta es una decisión que sintoniza con el afán de Chazelle por “contar una época”, pero colisiona con aquellos elementos que buscan la identificación con su historia, como si la preparación previa por contar el espíritu de los tiempos hubiese obnubilado al director, al punto de elaborar personajes que no son tales, sino que operan como cajas de resonancia de los pareceres o las valoraciones que se hacen sobre un gremio de productores, montajistas, actores y toda la gran orquesta detrás del Hollywood que aquí aparece. En su historia de la Historia, entonces, no hablan las personas en tanto ellos, sino como exponentes que aportan más o menos a la desventura de una época excesiva, despilfarradora, pero a ratos también seductora y reluciente. 

Y bueno, quizá por ahí caiga el problema que podemos encontrar en Babylon, o que la empantana sin hacerla, por supuesto, fallar del todo: al decidirse a hablar en palabras mayores, Chazelle roza el maximalismo, en circunstancias que soslaya que son sus personajes, o los espectadores en última instancia, quienes, al fin y al cabo, se emocionan o no frente a esa pantalla que deciden que tiña sus propios sueños, y a quienes siempre se les debe considerar en su justa medida por sobre la historia que los caracteriza.

Babylon

Director: Damien Chazelle

Guion: Damien Chazelle

Fotografía: Linus Sandgren

Elenco: Brad Pitt, Margot Robbie, Diego Calva, Jean Smart, Li Jun Li, Jovan Alepo

ClaudioSH

Claudio es psicólogo. No se encuentra mucho en eso de ser cinéfilo. Ni menos, amante del cine: ve películas porque está acostumbrado, porque no es demasiado caro y porque, tal vez, fue lo único que se le ocurrió hacer con el tiempo que le queda disponible.